martes, 24 de noviembre de 2015

DESPUÉS DE LA BATALLA, DE LOIS McMASTER BUJOLD




Recientemente descubrí a la escritora Lois McMaster Bujold. Llegó a mis manos la trilogía fantástica sobre Chalion, libros de los que quiero hacer una entrada porque me gustaron mucho, especialmente algunas reflexiones de carácter teológico: el mundo de los dioses, y la relación humana con ellos, es un punto central en la trama de las novelas. Descubrí que esta escritora ha sido galardonada nada menos que cuatro veces con los Premios Hugo, y que es la creadora de una conocida y premiada serie de libros de Ciencia Ficción. Perteneciente a este género es la novela que terminé de leer ayer noche «Fragmentos de Honor». En esta novela, cuando finaliza la trama, la autora nos regala un relato corto titulado «Después de la batalla», que transcurre en el mismo universo que la novela principal, aunque su trama sea totalmente independiente.

Podría hacer comentarios acerca de él pero me parece innecesario, este relato es sencillamente perfecto, y precioso. ¡Deseo que lo disfrutéis tanto como yo!


DESPUÉS DE LA BATALLA

La nave destrozada flotaba en el espacio, una masa negra en la oscuridad. Todavía giraba, lenta e imperceptiblemente; un borde eclipsaba y engullía el brillante punto de una estrella. Las luces del grupo de salvamento corrían sobre el esqueleto. Hormigas, saqueando una polilla muerta, pensó Ferrell. Carroñeros…
Suspiró desazonado ante su pantalla de observación, y recordó la nave tal como era hacía unas pocas semanas. El naufragio se desplegó en su mente: un crucero, lleno de esas luces brillantes que le hacían pensar invariablemente en una fiesta vista a través de aguas nocturnas. Respondiendo siempre como una seda a la mente bajo el casco de su piloto, donde hombre y máquina penetraban la interconexión para convertirse en una sola cosa. Rápida, resplandeciente, funcional… Ya no. Miró a su derecha y se aclaró la garganta.
Bien, tecnomed —le dijo a la mujer que estaba a su lado, contemplando la pantalla con la misma intensidad sobrecogida que él—. Ése es nuestro punto de partida. Supongo que bien podríamos empezar ya.
Sí, por favor, oficial piloto. —Ella tenía una voz grave, adecuada para su edad, que Ferrell calculaba en unos cuarenta y cuatro años. Los cinco finos galones de plata de su manga izquierda resplandecían de manera impresionante contra el oscuro uniforme rojo del servicio médico militar de Escobar. Pelo oscuro veteado de gris, muy corto por necesidades del servicio, no por estilo; una amplitud propia de matrona en sus caderas. Una veterana, parecía. La manga de Ferrell todavía tenía que desarrollar incluso su sardineta de primer año, y el resto de su cuerpo aún mantenía cierta falta de desarrollo adolescente.
Pero ella no era más que una tecno, se recordó, ni siquiera médico. Él era un oficial piloto de pleno derecho. Sus implantes neurológicos y su formación de biofeedback eran completos. Se había licenciado y graduado… tres días demasiado tarde para participar en lo que ahora era conocido como la Guerra de los 120 Días. Aunque de hecho habían pasado 118 días y casi una hora entre el tiempo en que la punta de lanza de la flota invasora de Barrayar penetró el espacio local escobariano y el momento en que los últimos supervivientes huyeron del contraataque, corriendo hacia la salida del agujero de gusano para volver a casa como si buscaran una madriguera.
¿Desea que permanezcamos a la espera? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
No. La zona interior ha sido bien trabajada en las tres últimas semanas. No espero encontrar nada en las primeras cuatro vueltas, aunque no está de más que seamos concienzudos. Tengo unas cuantas cosas que preparar en el departamento, y luego creo que daré una cabezada. Mi departamento ha estado terriblemente ocupado en los últimos meses —añadió, a modo de disculpa—. Falta de personal, ya sabe. Pero, por favor, llámeme si divisa algo. Prefiero manejar el tractor yo misma, cuando es posible.
Por mí, bien. —Se giró en la silla hacia la comconsola—. ¿Con qué masa mínima quiere que la ayude? ¿Unos cuarenta kilos?
Un kilo es el estándar que prefiero.
¡Un kilo! —Él se la quedó mirando—. ¿Está bromeando?
¿Bromear? —Ella le devolvió la mirada, y luego cayó en la cuenta—. Oh, ya veo. Estaba usted pensando en términos generales… Verá, puedo hacer una identificación positiva con piezas muy pequeñas. Ni siquiera me importaría detectar trocitos más pequeños que eso, pero con menos de un kilo se pasa demasiado tiempo con falsas alarmas como micrometeoros y otra basura. Un kilo parecer ser el mejor compromiso práctico.
Puaf.
Pero él colocó obedientemente sus sondas para una masa de un kilo, mínimo, y terminó de programar el rastreador.
Ella hizo un gesto con la cabeza; se retiró de la diminuta sala de navegación y control. La obsoleta nave correo había sido rescatada de la órbita basura y dotada rápidamente para convertirla en un transporte de personal para oficiales de rango medio (los jefazos con prisa tenían el monopolio de las naves nuevas), pero, como el propio Ferrell, se había graduado demasiado tarde para participar. Así que ambos se habían dedicado juntos a los aburridos deberes que él consideraba similares a la colocación de sanitarios, o cosas peores.
Contempló un último momento la reliquia de la batalla en la pantalla de proa, su andamiaje sobresaliendo como si fueran huesos a través de la piel, y sacudió la cabeza por semejante desperdicio. Luego, con un pequeño suspiro de placer, conectó su casco a los círculos plateados de sus sienes y su frente, cerró los ojos y tomó el control de la nave.
El espacio pareció extenderse a su alrededor, animado como el mar. Él era la nave, un pez, un tritón; sin respiración, sin límites, sin dolor. Conectó los motores como si una llama brotara de sus dedos, y empezó la lenta rotación en espiral de la pauta de búsqueda.
¿Tecnomed Boni? —Pulsó el intercomunicador de su cabina—. Creo que tengo algo para usted.
Ella se frotó la cara para espantar el sueño.
¿Ya? Qué hora… oh. Debía estar más cansada de lo que creía. Ahora mismo voy, oficial piloto.
Ferrell se desperezó y comenzó una serie automática de ejercicios en su asiento. Había sido una guardia larga y aburrida. Debería tener hambre, pero lo que contemplaba ahora a través de los visores le había quitado el apetito.
Boni apareció al momento y se sentó a su lado.
Oh, muy bien, oficial piloto. —Descolgó los controles del rayo tractor exterior y flexionó los dedos antes de asirlos con delicadeza.
Sí, no había mucha duda en eso —reconoció él, echándose hacia atrás y viéndola trabajar—. ¿Por qué tanto cuidado con los tractores? —preguntó con curiosidad, advirtiendo el bajo nivel de energía que estaba utilizando.
Bueno, ahora mismo están congelados, ya sabe —contestó ella, sin apartar los ojos de los indicadores—. Son quebradizos. Si no se va con cuidado, pueden romperse. Detengamos esa rotación, primero —añadió, casi para sí misma—. Un giro lento está mejor. Eso parece. Pero si giran rápido, a veces… debe ser muy incómodo para ellos, ¿no cree?
Él desvió su atención de la pantalla y se la quedó mirando.
¡Pero si están muertos, señora!
Ella sonrió lentamente mientras el cadáver, hinchado por la descompresión, los miembros retorcidos como congelados en un gesto de convulsión, era atraído lentamente hacia la bodega de carga.
Bueno, no es culpa suya, ¿no? Uno de nuestros camaradas, lo veo por el uniforme.
¡Puaf! —repitió él, y luego dejó escapar una risa nerviosa—. Actúa usted como si le gustara.
¿Gustarme? No… Pero llevo ya nueve años en Recuperación e Identificación de Personal. No me importa. Y, naturalmente, trabajar en el vacío es siempre un poco más agradable que el trabajo planetario.
¿Más agradable? ¿Con esa maldita y horrible descompresión?
Sí, pero hay que considerar también los efectos de la temperatura. No hay descomposición.
Él tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
Ya veo. Supongo que uno se vuelve… duro, con el tiempo. ¿Es cierto que los llaman ustedes témpanos?
Algunos sí —admitió ella—. Yo no.
Ella maniobró el cuerpo cuidadosamente a través de las puertas de la bodega de carga y las cerró.
Temperatura dispuesta para descongelación lenta. Lo podremos manejar dentro de unas pocas horas —murmuró.
¿Cómo los llama usted? —preguntó él mientras ella se levantaba.
Personas.
Ella recompensó su asombro con una sonrisita, como un saludo, y se retiró al mortuorio temporal situado junto a la bodega de carga.
En su siguiente descanso, él bajó en persona, atraído por una curiosidad morbosa. Asomó la nariz en la puerta. Ella estaba sentada ante su escritorio. La mesa del centro de la habitación todavía no estaba ocupada.
Uh… hola.
Ella lo miró y sonrió rápidamente.
Hola, oficial piloto. Pase.
Uh, gracias. Sabe, no tiene por qué ser tan formal. Llámeme Falco, si quiere —dijo él mientras entraba.
Desde luego, sí así lo quieres. Yo me llamo Tersa.
¿Ah, sí? Tengo una prima llamada Tersa.
Es un nombre popular. En el colegio siempre había al menos tres en mi clase. —Se levantó y comprobó el medidor situado junto a la puerta de la bodega de carga—. Ya debe faltar poco para que cuidemos de él. Está a punto de ser arrastrado hasta la orilla, como si dijéramos.
Ferrell olisqueó, y se aclaró la garganta, preguntándose si debía quedarse o marcharse.
Una pesca algo grotesca.
Mejor marcharme, creo.
Ella tomó la correa de control de la plataforma flotante y se la llevó a la bodega de carga. Hubo unos cuantos sonidos de golpes, y regresó con la plataforma flotando tras ella. El cadáver con el uniforme azul oscuro era de un oficial de cubierta, cubierto de escarcha que se fundía y goteaba en el suelo mientras la tecnomed lo colocaba sobre la camilla de reconocimiento. Ferrell se estremeció de repulsión.
Decididamente, mejor me marcho. Pero se quedó, apoyado contra el marco de la puerta a distancia segura.
Ella tomó un instrumento conectado a los ordenadores. Tenía el tamaño de un lápiz, y emitió un fino rayo de luz azul cuando lo alineó con los ojos del cadáver.
Identificación retinal —explicó Tersa. Sacó un objeto parecido a una almohadilla, también conectado, y lo colocó bajo cada una de las manos de la monstruosidad.
Y de las huellas —continuó—. Siempre hago ambas cosas, y las cotejo. Los ojos se pueden distorsionar mucho. Los errores de identificación pueden ser brutales para las familias. Mm. Mm. —Comprobó su pantalla indicadora—. Teniente Marco Deleo. Veintinueve años. Bien, teniente, veamos qué podemos hacer por ti.
Aplicó un instrumento a sus articulaciones, que se aflojaron, y empezó a quitarle la ropa.
¿Sueles hablar con… ellos? —preguntó Ferrell, nervioso.
Siempre. Es una cortesía. Algunas de las cosas que tengo que hacer por ellos son bastante indignas, pero se pueden hacer con cortesía.
Ferrell sacudió la cabeza.
Creo que es obsceno.
¿Obsceno?
Todo esto de manipular cadáveres. Tantos problemas y gastos para recuperarlos. Quiero decir, ¿qué les importa a ellos? Cincuenta o cien kilos de carne podrida. Sería más limpio dejarlos en el espacio.
Ella se encogió de hombros, sin distraerse de su tarea. Dobló las ropas e hizo inventario del contenido de los bolsillos, que fue colocando en fila.
Me gusta revisar los bolsillos —comentó—. Me recuerda cuando era una niña pequeña y visitaba una casa extraña. Cuando subía sola al piso de arriba, para ir al cuarto de baño o algo así, siempre me gustaba asomarme a las otras habitaciones, y ver qué tipo de cosas tenían, y cómo las conservaban. Si estaban muy ordenadas, siempre me impresionaba: nunca he podido ordenar mis cosas. Si era un desorden, consideraba que había encontrado un alma gemela. Las cosas de una persona pueden ser una especie de morfología exterior de su mente: como la concha de un caracol, o algo así. Me gusta imaginar qué clase de personas eran, por lo que tienen en los bolsillos. Ordenadas, o desordenadas. Obediente a las reglas, o llenos de cosas personales… Pongamos por ejemplo al teniente Deleo, aquí presente. Debió ser muy ordenado. Todo según las reglas, excepto este pequeño disco vid de casa. De su esposa, imagino. Creo que debió ser una persona muy agradable.
Colocó la colección de objetos cuidadosamente en una bolsa etiquetada.
¿No vas a escucharlo? —preguntó Ferrell.
Oh, no. Eso sería entrometerme.
Él soltó una carcajada.
No veo la diferencia…
Ah. —Ella completó el reconocimiento médico, preparó la bolsa de plástico, y empezó a lavar el cadáver. Cuando llegó a la zona genital cuya limpieza era necesaria por la relajación de los esfínteres, Ferrell huyó por fin.
Esa mujer está loca, pensó. Me pregunto cuál será la causa de que haya elegido ese trabajo, o el efecto.
Pasó otro día entero antes de que pescaran un nuevo pez. Ferrell tuvo un sueño, durante su ciclo de descanso, donde estaba en un barco en el mar, e izaba redes llenas de cadáveres que vertía, mojados y brillantes como si tuvieran escamas iridiscentes, en una gran pila en la bodega. Despertó sudando, pero con los pies fríos. Regresó con profundo alivio a su puesto, y se deslizó en la piel de su nave. La nave era limpia, mecánica y pura, inmortal como un dios; uno podía olvidar que alguna vez había poseído esfínteres.
Qué extraña trayectoria —observó, mientras la tecnomed ocupaba de nuevo su puesto en los controles de tracción.
Sí… Oh, ya veo. Es barrayarés. Está muy lejos de casa.
Oh, vaya. Tirémoslo.
Oh, no. Tenemos archivos de identificación de todos sus desaparecidos. Parte del tratado de paz, ya sabe, junto con el intercambio de prisioneros.
Considerando lo que hicieron a nuestras prisioneras, creo que no les debemos nada.
Ella se encogió de hombros.
El oficial de Barrayar había sido un hombre alto, ancho de hombros, comandante según indicaban los galones de su cuello. La tecnomed lo trató con el mismo cuidado que había dedicado al teniente Deleo, y más. Se tomó considerables molestias para ponerlo a punto y convertir con un masaje de las yemas de sus dedos el rostro abotargado en algo parecido a la humanidad. Ferrell la observó con asco creciente.
Ojalá sus labios no se replegaran tanto —observó ella, mientras continuaba con su tarea—. Le dan una mueca que no me parece correcta. Creo que debió ser bastante guapo.
Uno de los objetos de sus bolsillos era un pequeño relicario. Contenía una diminuta burbuja de cristal llena de un líquido claro. El interior de su cubierta de oro estaba grabado con los elaborados signos del alfabeto barrayarés.
¿Qué es eso? —preguntó Ferrell con curiosidad.
Ella lo alzó a la luz, pensativa.
Una especie de relicario, o un recordatorio. He aprendido un montón de cosas sobre los barrayareses estos últimos meses. Nueve de cada diez de ellos llevan amuletos de buena suerte o medallones o algo por el estilo. Los oficiales de alto rango son iguales que los reclutas.
Tonta superstición.
No estoy segura de que sea superstición o sólo costumbre. Una vez tratamos a un prisionero herido… Dijo que era sólo una costumbre, que la gente se los daba a los soldados como regalo, pero que nadie cree realmente en ellos. Pero cuando se lo quitamos, cuando lo estábamos desnudando para operarlo, trató de luchar con nosotros para conseguirlo. Tuvimos que sujetarlo entre tres para administrarle la anestesia. Me pareció algo especialmente notable para tratarse de un hombre al que le habían volado las piernas. Lloró… Naturalmente, se hallaba en estado de conmoción.
Ferrell contempló el relicario que colgaba del extremo de su cadenita, intrigado a su pesar. Colgaba con otra pieza más, un rizo de pelo dentro de un pendiente de plástico.
Una especie de agua bendita, ¿no? —inquirió.
Casi. Es un diseño muy corriente. Se llama «relicario de las lágrimas de la madre». Vamos a ver si podemos… Parece que hace tiempo que lo tenía. Por la inscripción, creo que dice «alférez», y la fecha… debieron dárselo cuando se graduó.
No son de verdad las lágrimas de su madre, ¿no?
Oh, sí. Eso es lo que se supone que hace que funcione como protección.
No parece muy efectivo.
No, bueno… No.
Ferrell hizo una mueca irónica.
Odio a esos tipos… pero supongo que lo lamento por su madre.
Boni retiró la cadena y su pendiente, alzando el rizo en el plástico a la luz y leyendo su inscripción.
No, para nada. Es una mujer afortunada.
¿Cómo es eso?
Este rizo indica que está muerta. Murió hace tres años, por eso está aquí el rizo.
¿También se supone que da buena suerte?
No, no necesariamente. Es sólo un recuerdo, por lo que sé. Bastante agradable, por cierto. El amuleto más desagradable que he visto jamás, y el más único, era una bolsita de cuero que colgaba del cuello de un tipo. Estaba lleno de tierra y hojas, y otra cosa que me pareció el esqueleto de un animal parecido a un sapo, de unos diez centímetros de largo. Pero cuando lo miré con más atención, resultó ser el esqueleto de un feto humano. Muy extraño. Supongo que era algo relacionado con la magia negra. Parecía algo extraño para tratarse de un oficial ingeniero.
No parece que ninguno de ellos funcione, ¿no?
Ella sonrió amargamente.
Bueno, si hubiera alguno que funcionara, no los veríamos, ¿no?
Continuó con su trabajo, lavando la ropa del barrayarés y vistiéndolo de nuevo con cuidado, antes de meterlo en la bolsa y devolverlo al congelador.
Esos barrayareses están tan picados con el Ejército —explicó—, que me gusta guardarlos con sus uniformes. Significan mucho para ellos. Estoy seguro de que están más cómodos con ellos.
Ferrell frunció el ceño, incómodo.
Sigo pensando que deberíamos tirarlo con el resto de la basura.
De ningún modo —dijo la tecnomed—. Piensa en todo el trabajo que significa a cargo de alguien. Nueve meses de embarazo, el parto, dos años de pañales, y eso es sólo el principio. Decenas de miles de comidas, miles de historias para dormir, años de colegio. Docenas de maestros. Y toda esa formación militar también. Un montón de gente trabajó para crearlo.
Alisó un rizo de pelo del cadáver y lo puso en su sitio.
Esa cabeza contuvo el universo, una vez. Tenía un buen rango para su edad —añadió, comprobando de nuevo su monitor—. Treinta y dos años. Comandante Aristede Vorkalloner. Tiene una especie de sonoridad étnica. Un nombre muy barrayarés. Vor, además, uno de esos tipos perteneciente a la casta de los guerreros.
Chalados de clase homicida. O peor —dijo Ferrell automáticamente. Pero su vehemencia, de algún modo, había perdido impulso.
Boni se encogió de hombros.
Bueno, ahora se ha unido a la gran democracia. Y tenía unos bolsillos interesantes.
Pasaron tres días más sin otra nueva alarma que una rara dispersión de residuos mecánicos. Ferrell empezó a esperar que el barrayarés fuera la última captura que tuvieran que hacer. Se acercaban al final de su perímetro de búsqueda. Además, pensó resentido, este trabajo estaba saboteando la eficacia de su ciclo de sueño. Pero la tecnomed hizo una petición.
Si no te importa, Falco —dijo—, agradecería si pudiéramos continuar unas cuantas órbitas más. Las órdenes originales se basan en la estimación media de la velocidad de la trayectoria, y si alguien recibió un poco de impulso extra cuando la nave se partió, bien podría estar más allá.
Ferrell no se mostró demasiado entusiasmado, pero la perspectiva de un día más de pilotaje tenía sus atractivos, y accedió a regañadientes. El razonamiento de ella dio sus frutos: antes de que hubiera terminado el día, encontraron otra horrible reliquia.
Oh —murmuró Ferrell cuando se acercaron a mirar. Era una oficial femenina. Boni la recuperó con enorme ternura. Él no quiso ir a mirar esta vez, pero la tecnomed parecía esperar que lo acompañara.
Yo… la verdad es que no quiero ver a una mujer reventada —trató de excusarse.
Mm —dijo Tersa—. ¿Es justo entonces rechazar a una persona sólo porque está muerta? No te habría importado nada ver su cuerpo cuando estaba viva.
Él se rió un poco, macabramente.
¿Igualdad de derechos para los muertos?
La sonrisa de ella se torció.
¿Por qué no? Algunos de mis mejores amigos son cadáveres.
Él hizo una mueca.
Ella se puso seria.
Me… me gustaría tener compañía, con ésta. —Ocupó su puesto de costumbre junto a la puerta.
La tecnomed depositó la cosa que había sido una mujer sobre la mesa, la desnudó, la examinó, la lavó y la preparó. Cuando terminó, besó los labios muertos.
Oh, Dios —exclamó Ferrell, horrorizado y asqueado—. ¡Estás loca! ¡Eres una maldita, maldita necrófila! ¡Y una necrófila lesbiana, además!
Se dio la vuelta para marcharse.
¿Es eso lo que te parece? —La voz de ella era suave, sin expresar ofensa alguna. Eso hizo que él se detuviera y mirara por encima del hombro. Ella lo miraba tan amablemente como si fuera uno de sus preciosos cadáveres—. En qué mundo tan extraño debes de vivir, dentro de tu cabeza.
Abrió un maletín y sacó un vestido, delicada ropa interior y un par de zapatillas blancas bordadas. Un vestido de novia, advirtió Ferrell. Esta mujer es una psicópata de primera…
Vistió el cadáver y arregló con delicadeza su suave pelo oscuro antes de guardarlo en la bolsa.
Creo que la colocaré con ese guapo barrayarés —dijo—. Me parece que se habrían gustado, si se hubieran podido conocer en otro tiempo y lugar. Después de todo, el teniente Deleo estaba casado.
Completó los datos de la etiqueta identificativa. La agotada mente de Ferrell le enviaba pequeños mensajes subliminales; se esforzó por superar la conmoción y el asombro, y prestó atención. Su conciencia se despejó con un sobresalto.
No ha hecho una comprobación de identificación con ésta.
Sal por la puerta, se dijo, es lo que tienes que hacer. En cambio, tímidamente, se acercó al cadáver y comprobó la etiqueta.
Alférez Sylva Boni, decía. Veinte años. La misma edad que él…
Estaba temblando, como si tuviera frío. Hacía frío en aquella sala. Tersa Boni terminó de preparar el paquete, y volvió con la plataforma flotante.
¿Tu hija? —preguntó. Fue todo lo que pudo decir.
Ella frunció los labios y asintió.
Es… una maldita coincidencia.
En absoluto. Solicité este sector.
Oh. —Él tragó saliva, se dio la vuelta, volvió, el rostro enrojecido—. Siento haber dicho…
Ella sonrió con tristeza.
No importa.
Encontraron un poco más de residuos mecánicos, así que accedieron a trazar otro círculo, para asegurarse de que todas las trayectorias quedaban cubiertas. Y, sí, encontraron otro cadáver: desagradable, girando salvajemente, las tripas abiertas por un gran golpe y colgando en una cascada congelada.
La acólita de la muerte hizo su sucio trabajo sin arrugar siquiera la nariz. Cuando empezó a lavarlo, la menos técnica de las tareas, Ferrell dijo de repente:
¿Puedo ayudarte?
Desde luego —respondió la tecnomed, haciéndose a un lado—. Un honor no disminuye por compartirlo.
Y eso hizo, con la timidez de un aprendiz de santo que lava a su primer leproso.
No tengas miedo —dijo ella—. Los muertos no pueden hacerte daño. No te causan dolor, excepto el de ver tu propia muerte en sus rostros. Y he descubierto que podemos enfrentarnos a eso.

Sí, pensó él, los buenos se enfrentan al dolor. Pero los grandes… los grandes lo abrazan.

martes, 27 de octubre de 2015

LA COMIDA QUE SIENTA BIEN


El tema de la comida, en nuestro mundo de prisas y obsesiones nutricionales, puede llegar a convertirse, para muchas personas, en un auténtico infierno, una obsesión, o algo irrelevante que se ha de hacer por pura necesidad fisiológica.

¿Cual es el equilibrio perfecto? ¿Cómo hacer para que la comida te alimente, nutricionalmente hablando, y te siente bien? Yo soy la primera que se lo pregunta tratando, como siempre, de encontrar un equilibrio en todo lo que hago. Para responder a esta pregunta traigo las palabras que Antonio Blay (padre de la psicología transpersonal en España) escribe sobre este tema en su Yoga Integral.

«La comida
Hay que tomar alimentación básica completa, que no sea exagerada de ningún modo, ni en cantidad ni en ninguno de sus componentes y que sea sabrosa. Muchos creen que el Yoga requiere austeridad en todo lo que se refiere a la sensación y sensibilidad normales. Esto es completamente falso. Hay que saborear, hay que encontrar gusto en la comida, porque el gusto facilita la digestión. ¡Saber saborear la comida, saberla sazonar bien, comer con gusto! ¡Cuántas personas hay que comen sin darse cuenta apenas de que están comiendo y sin saber qué comen! ¡Y después se quejan de que la digestión es pesada! Si estas personas se centraran en el acto de comer y comieran atentas, bien conscientes de lo que están haciendo, en un estado afectivo alegre, optimista, harían la digestión con mucha mayor rapidez y la comida les nutriría mucho más, pues la asimilarían mejor.
De entrada no podemos aconsejar a nadie que se limite a un régimen exclusivamente vegetal, como se hace en algunos libros de Yoga. Esto puede ser de absoluta necesidad para quien practica Yoga de modo total y exclusivo, pero en principio no lo creo necesario, ni sé que las investigaciones dietéticas hayan llegado a una conclusión clara en este sentido: no estimo que sea mejor un régimen de alimentación exclusivamente vegetariana que un régimen mixto. Por tanto me parece que nadie debe preocuparse demasiado por ello. Lo principal es que aprenda a comer moderadamente, con alegría y a distinguir los alimentos. Vigilar cómo le sientan, cómo afectan a su organismo.
También, respecto de la comida, hemos de decir que nunca debe ponerse uno a comer estando muy tenso, porque el aparato digestivo no está entonces preparado para poder digerir. Conviene siempre descansar antes un poco, pasear, o hacer algo que distraiga, que distienda. Por eso aconsejo a las personas que sufren un mal crónico de estómago que hagan una pequeña sesión de relajación antes de la comida, en lugar de echarse después para la clásica siesta, como suele aconsejarse, o además de ella, si se puede y cuesta dejarla.»

Es interesante, ¿verdad? Disfrutar de una comida sabrosa, comer con gusto, de forma relajada y distendida... Atender a las sensaciones, a cómo te sientan los distintos alimentos... Suena muy actual, pero este texto de Antonio Blay es de 1969.

lunes, 19 de octubre de 2015

CARLOTA CASIRAGHI, ENAMORADA DE LA FILOSOFÍA

Mientras que en España la filosofía va quedando marginada tanto en ámbitos académicos como sociales, en Mónaco puede sufrir un verdadero auge. Si un personaje famoso dice que algo le ha cambiado la vida, muchos serán los que se interesen por ello.
Todo esto lo traigo a colación de un artículo aparecido en El País, en la sección de Estilo, en que una personaje de la notoriedad social de Carlota de Mónaco cuenta como la filosofía le ha ayudado en su vida Su pasión por la filosofía le ha llevado a organizar unos talleres en el Principado, cuyo tema central será el amor. Bien, si unimos a Carlota Casiraghi, la filosofía y el amor probablemente sean muchos jóvenes los que se acerquen a esas jornadas filosóficas.
¿Por fin conseguiremos poner la filosofía de moda? Quizás necesitemos que algún famoso español hable públicamente de ella.
Os dejó el enlace al artículo:

martes, 13 de octubre de 2015

Nuevo artículo en «Homonosapiens»


Acaba de salir publicado mi segundo artículo de colaboración con la revista digital «Homonosapiens», una publicación que se define como «una revista online de divulgación generalista que aspira a proporcionar un entretenimiento consciente a sus lectores. Temática diversa a través de la cual se intentará lanzar la pregunta; ¿somos realmente Homo Sapiens?»

Aquí os dejo el enlace, espero que os parezca interesante. 


«Valores y nuevos aires educativos

viernes, 7 de agosto de 2015

MI GATO NO NECESITA CAZAR


Hoy he visto a mi gata cazar a una abeja: maullaba, la perseguía, varias veces se la metía en la boca para soltarla enseguida dando una especie de grito/maullido... Observándolas pensaba en la distinta visión de la realidad que estaban viviendo la gata y la abeja.

Se que los gatos domésticos mantienen siempre su instinto cazador, y que muchas veces «cazan» y luego no saben qué hacer con lo que han cazado. ¿Son malvados, agresivos... inconscientes? Es esto último, en general todos los vemos claro. Un gato doméstico no necesita cazar, tiene sus necesidades alimenticias cubiertas, ignora que son sus instintos los que están actuando en él. No ha despertado la suficiente conciencia como para darse cuenta de que los instintos son automatismos que lo condicionan y le hacen hacer cosas que a veces son innecesarias, como cazar para comer cuando tienes a tu disposición toda la comida que necesitas.

La cuestión es que los instintos, al menos en este caso, tienen más de una función. ¿La caza, en un gato, solo sirve para alimentarse? No soy ninguna experta en gatos ni en zoología en general, pero me atrevo a deducir que puede servir también, de algún modo, como entretenimiento o para descargar adrenalina, para mantenerse en forma, para hacer cosas que de alguna forma sean útiles...

Recuerdo que una vez un psicólogo contaba que en una visita que Sigmund Freud realizó a EE.UU., le hicieron una entrevista en la cual, con su habitual talante pragmático, le hicieron más o menos la siguiente pregunta: ¿Diga, en dos palabras, el secreto de la felicidad (o de la salud psicológica)?, y Freud contestó «Amor y trabajo». Es decir, algo que hacer y alguien con quien compartir lo que haces. Me pareció genial Freud. Todos necesitamos algo que hacer, algo que resulte útil, lo que otro gran psiquiatra, Victor Frankl, definiría como una vida con sentido.

Los seres humanos tenemos instintos, como los gatos, y muchos otros automatismos aprendidos. Los instintos tienen una razón de ser, no están ahí para fastidiarnos, no son malvados. Son instintos. El instinto de caza está relacionado con una necesidad básica, comer, que a su vez está relacionado con otra necesidad básica, vivir. ¿Es malo comer para vivir? Evidentemente no. ¿Qué pasa cuando sentimos el impulso de un instinto? Quizás esté ahí el verdadero meollo del arte de ser Humano, Hombre, Ser Consciente, etc. El hombre puede desarrollar la capacidad de crear un espacio entre el estímulo y su respuesta ante él. Decimos que un hombre es un «animal» o una «bestia» cuando actúa dejándose llevar solo por sus instintos, sin hacer uso de ese don tan complicado de usar como es el libre albedrío. Dicho así parece muy fácil, pero todos sabemos que a la hora de la verdad las cosas resultan distintas. Por una parte es un arte que ha de ejercitarse, y hay quienes están más avanzados en ese proceso y otros que menos; por otro lado a cada cual le «aprieta el zapato» por algún sitio. Es decir, que aquello que a ti te resulta difícil controlar para mí resulta facilísimo (y te suelo juzgar por ello), mientras que lo que a ese otro le resulta tan sencillo como respirar tu te sientes incapaz de controlarlo.



Cuando uno se encuentra ante una situación así debe usar del don de la inteligencia, porque no todo se conquista a fuerza de voluntad, o no solo a fuerza de voluntad. La voluntad también necesita ejercitarse, no todos la llevamos de serie. Pongamos un ejemplo, utilizando a mi gata. De repente tomo conciencia de que no necesito cazar y que, por lo tanto, no tiene ningún sentido hacerlo. Lo he hecho hasta ahora no porque yo sea un ser malvado sino porque no me había dado cuenta (ignorancia). Y además estoy haciendo sufrir a un ser vivo inútilmente. Pero el instinto sigue ahí, cada vez que veo una mosca pasar, o un ratoncito correr, el instinto me puede. Puedo usar de la sola fuerza de voluntad para controlarme, pero, como decía, no todos la llevamos de serie y, además, desgasta mucho trabajar con uno mismo de esa manera. Uso mi inteligencia: ¿qué busca este instinto además de mantenerme sano, fuerte y con vida? ¿De qué otras maneras puedo dar respuesta a esas necesidades? Y ahí entra en funcionamiento nuestras experiencias previas, nuestro temperamento, nuestra creatividad... Si soy de naturaleza mística puedo trabajar el amor y el respeto por toda forma de vida, hasta el punto de que vea una abeja y me maraville ante esa expresión de la Vida, desaparecido ya todo instinto cazador. Puedo ser de una naturaleza más pragmática y buscar vías alternativas de distracción y desgaste de energía/adrenalina (juego, deporte, etc.). Las respuestas son infinitas. Lo importante es no conformarse con la vía de la represión de los instintos, la historia demuestra que eso en general no ha llevado a nada bueno. No se trata de reprimir sino de poner en marcha nuestra creatividad para buscar distintas vías de canalización de todo un bagaje instintivo que lleva millones de años en funcionamiento.

Quizás se trate, más que de canalizar, de ampliar, de elevarse, de mirar de una forma distinta. ¿Y si mi instinto de supervivencia individual, que acompaña al hombre desde el mismo momento en que empieza a respirar, lo amplio hasta abarcar a todos mis seres queridos, y después a toda mi ciudad, y después a toda la humanidad, y después a toda forma de vida, y después a todo el universo? A eso yo lo llamo Evolución, no solo sería la respuesta a nuestro instinto de supervivencia tanto personal como individual, sino que creo que ese paso ya lo han dado hombres de la talla de un Gandhi, una Madre Teresa de Calcuta o un Buda (por decir solo nombres de algunos que son por la mayoría de personas conocidos).


jueves, 25 de junio de 2015

Artículo "La verdad en Pitágoras"




 El "espíritu" de la verdad resulta al hombre bastante esquivo, casi inapresable. Son tantos los conceptos de verdad que pueblan la filosofía y la ciencia, tantos los que han estado y están seguros de ostentarla..., que creo que hemos de acercarnos a ella como nos acercaríamos a una joya de inestimable valor y delicada envoltura, con suavidad e infinita humildad ante el resplandor de su belleza. Hoy quiero compartir una reflexión que escribí para la revista digital Homonosapiens acerca de la verdad en el pitagorismo, escuela filosófica cuya exquisita cortesía siempre me ha admirado.  

http://www.homonosapiens.es/la-verdad-en-pitagoras/


viernes, 23 de enero de 2015

LA ESTRELLA DE LA LUZ: SUPERAR EL MIEDO AL PROPIO BRILLO


Ayer pude disfrutar de unas horas en compañía de la persona a la que considero mi maestra y, aunque en los tiempos que corren mostrar abiertamente amor profundo y admiración por una persona que no sea un deportista, un cantante o un actor esté muy mal visto, no me importa decirlo. Me cansa tanta hipocresía. Estuvimos hablando de distintas cosas, y leyó un poema precioso, inspirador, que conmueve y eleva porque la luz de lo verdadero brilla en él. Este poema es “Nuestro miedo más profundo” de Marianne Williamson.



Nuestro miedo más profundo
Nuestro miedo más profundo no es el de ser inapropiados. Nuestro miedo más profundo es el de ser poderosos más allá de toda medida.
Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que nos asusta.
Nos preguntamos: ¿Quién soy yo para ser brillante, precioso, talentoso y fabuloso? Más bien, la pregunta es: ¿Quién eres tú para no serlo? Eres hijo del universo.
No hay nada iluminador en encogerte para que otras personas cerca de ti no se sientan inseguras.
Nacemos para poner de manifiesto la gloria del universo que está dentro de nosotros,como lo hacen los niños. Has nacido para manifestar la gloria divina que existe en nuestro interior.
No está solamente en algunos de nosotros: Está dentro de todos y cada uno.
Y mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.”


La extraña tendencia a la ocultación del propio brillo es uno de los temas en los que tuvimos que realizar una indagación personal cuando me estaba formando como Asesora Filosófica, y ya me llamó mucho la atención entonces. ¿Qué nos ha hecho el mundo, las formas políticas, nuestra cultura, la educación religiosa, etc., para que nos inhibamos tanto que sólo parecen tener vida y poder de decisión nuestras máscaras, nuestro ego? ¿Por qué caminos tan errados hemos viajado para llegar a este punto?

Hemos de preguntarnos si hay en nosotros resistencia a aceptar nuestra fortaleza, ¿es más cómodo, más fácil, más “conocido” aliarse con nuestra parte débil que con nuestra parte fuerte? ¿Quién sabe a dónde nos llevará esa voz?, y el miedo nos inhibe. Sentir odio, frustración, insatisfacción con uno mismo es algo que en cierto modo se alimenta, como que ese es el acicate para ser mejores, más exitosos en la vida o más merecedores del cielo en la otra. Pero manifestar abiertamente nuestro amor hacia nosotros mismos..., en general no nos atrevemos, aparece rápidamente un sentimiento de culpa. ¿Cómo me voy a amar, si estoy a “años luz” de ser lo que “debería” ser? Y como nuestra programación mental, o cultural, o egoica, o como queramos llamarla, siempre está a gran distancia de ser lo que debiéramos ser, nunca orientamos la luminosa mirada del amor sobre nosotros mismos.

Se habla mucho de represión sexual, las consultas de los psicólogos y sexólogos están llenas, surgen debates y programas televisivos al respecto pero, ¿se habla alguna vez de represión espiritual?, ¿de la lacra social que existe sobre la idea de vivir con plenitud la propia esencia? Si nuestros hijos nos dicen que de mayor quieren ser médicos, abogados, etc., nos parece bien, pero si alguno nos dice que a lo que aspira en la vida es a Ser, con mayúsculas, y que a eso va a dedicar sus mayores esfuerzos, nos echamos a temblar.

El filósofo Nietzsche, en su genealogía de la moral, ya nos advertía de que la moral europea es una moral de débiles e impotentes, una moral del resentimiento. Señalaba que la moral europea ha nacido de la desconfianza en el propio poder creativo, de la desconfianza en la belleza [y de ahí el nacimiento del culto artístico a lo feo], y de la desconfianza en la felicidad [¡cuidado con la felicidad, estáte atento que a la vuelta de la esquina te espera alguna trampa!]. La exaltación moral de una humildad mal entendida se ha llevado a cabo al precio de demonizar el propio brillo, la propia fuerza.

No reconocer nuestras virtudes, nuestras fortalezas, nuestra luz, es una actitud deplorable, muestra ingratitud hacia los dones recibidos y hacia los dones conquistados. A mi maestra le emocionaba especialmente el final del poemas, ese “Y mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los demás.” De ayer a hoy he estado reflexionando sobre estas palabras. Creo que cuando hay un reconocimiento profundo de los propios dones, y mostramos nuestra gratitud dándoles espacio y dejándolos brillar en nosotros, nuestra mirada luminosa se intensifica y se despierta la capacidad de reconocerlos en cualquier lugar donde se encuentren. Cuando alguien se da a sí mismo permiso para brillar, esta abriendo una puerta que hasta ese momento permanecía cerrada, y la deja abierta para que yo vea que es posible, que puede hacerse. Su brillo ilumina, embellece y enriquece al mundo; me muestra cuan valiosa podría ser mi aportación; cuando su mirada se posa en mi y ve mis dones, los reconoce, me está ayudando a abrir mi propia puerta y a darme permiso para franquearla. Y como somos Uno en esencia, cada vez que uno de nosotros se da permiso para brillar se lo estamos dando a la humanidad entera.