Recientemente
descubrí a la escritora Lois McMaster Bujold. Llegó a mis manos la
trilogía fantástica sobre Chalion, libros de los que quiero
hacer una entrada porque me gustaron mucho, especialmente algunas
reflexiones de carácter teológico: el mundo de los dioses, y la
relación humana con ellos, es un punto central en la trama de las
novelas. Descubrí que esta escritora ha sido galardonada nada menos
que cuatro veces con los Premios Hugo, y que es la creadora de una
conocida y premiada serie de libros de Ciencia Ficción.
Perteneciente a este género es la novela que terminé de leer ayer
noche «Fragmentos de Honor». En esta novela, cuando finaliza la
trama, la autora nos regala un relato corto titulado «Después de la
batalla», que transcurre en el mismo universo que la novela
principal, aunque su trama sea totalmente independiente.
Podría
hacer comentarios acerca de él pero me parece innecesario, este
relato es sencillamente perfecto, y precioso. ¡Deseo que lo
disfrutéis tanto como yo!
DESPUÉS
DE LA BATALLA
La
nave destrozada flotaba en el espacio, una masa negra en la
oscuridad. Todavía giraba, lenta e imperceptiblemente; un borde
eclipsaba y engullía el brillante punto de una estrella. Las luces
del grupo de salvamento corrían sobre el esqueleto. Hormigas,
saqueando una polilla muerta, pensó
Ferrell. Carroñeros…
Suspiró
desazonado ante su pantalla de observación, y recordó la nave tal
como era hacía unas pocas semanas. El naufragio se desplegó en su
mente: un crucero, lleno de esas luces brillantes que le hacían
pensar invariablemente en una fiesta vista a través de aguas
nocturnas. Respondiendo siempre como una seda a la mente bajo el
casco de su piloto, donde hombre y máquina penetraban la
interconexión para convertirse en una sola cosa. Rápida,
resplandeciente, funcional… Ya no. Miró a su derecha y se aclaró
la garganta.
—Bien,
tecnomed —le dijo a la mujer que estaba a su lado, contemplando la
pantalla con la misma intensidad sobrecogida que él—. Ése es
nuestro punto de partida. Supongo que bien podríamos empezar ya.
—Sí,
por favor, oficial piloto. —Ella tenía una voz grave, adecuada
para su edad, que Ferrell calculaba en unos cuarenta y cuatro años.
Los cinco finos galones de plata de su manga izquierda resplandecían
de manera impresionante contra el oscuro uniforme rojo del servicio
médico militar de Escobar. Pelo oscuro veteado de gris, muy corto
por necesidades del servicio, no por estilo; una amplitud propia de
matrona en sus caderas. Una veterana, parecía. La manga de Ferrell
todavía tenía que desarrollar incluso su sardineta de primer año,
y el resto de su cuerpo aún mantenía cierta falta de desarrollo
adolescente.
Pero
ella no era más que una tecno, se recordó, ni siquiera médico. Él
era un oficial piloto de pleno derecho. Sus implantes neurológicos y
su formación de biofeedback
eran
completos. Se había licenciado y graduado… tres días demasiado
tarde para participar en lo que ahora era conocido como la Guerra de
los 120 Días. Aunque de hecho habían pasado 118 días y casi una
hora entre el tiempo en que la punta de lanza de la flota invasora de
Barrayar penetró el espacio local escobariano y el momento en que
los últimos supervivientes huyeron del contraataque, corriendo hacia
la salida del agujero de gusano para volver a casa como si buscaran
una madriguera.
—¿Desea
que permanezcamos a la espera? —preguntó él.
Ella
negó con la cabeza.
—No. La
zona interior ha sido bien trabajada en las tres últimas semanas. No
espero encontrar nada en las primeras cuatro vueltas, aunque no está
de más que seamos concienzudos. Tengo unas cuantas cosas que
preparar en el departamento, y luego creo que daré una cabezada. Mi
departamento ha estado terriblemente ocupado en los últimos meses
—añadió, a modo de disculpa—. Falta de personal, ya sabe. Pero,
por favor, llámeme si divisa algo. Prefiero manejar el tractor yo
misma, cuando es posible.
—Por
mí, bien. —Se giró en la silla hacia la comconsola—. ¿Con qué
masa mínima quiere que la ayude? ¿Unos cuarenta kilos?
—Un
kilo es el estándar que prefiero.
—¡Un
kilo! —Él se la quedó mirando—. ¿Está bromeando?
—¿Bromear?
—Ella le devolvió la mirada, y luego cayó en la cuenta—. Oh, ya
veo. Estaba usted pensando en términos generales… Verá, puedo
hacer una identificación positiva con piezas muy pequeñas. Ni
siquiera me importaría detectar trocitos más pequeños que eso,
pero con menos de un kilo se pasa demasiado tiempo con falsas alarmas
como micrometeoros y otra basura. Un kilo parecer ser el mejor
compromiso práctico.
—Puaf.
Pero
él colocó obedientemente sus sondas para una masa de un kilo,
mínimo, y terminó de programar el rastreador.
Ella
hizo un gesto con la cabeza; se retiró de la diminuta sala de
navegación y control. La obsoleta nave correo había sido rescatada
de la órbita basura y dotada rápidamente para convertirla en un
transporte de personal para oficiales de rango medio (los jefazos con
prisa tenían el monopolio de las naves nuevas), pero, como el propio
Ferrell, se había graduado demasiado tarde para participar. Así que
ambos se habían dedicado juntos a los aburridos deberes que él
consideraba similares a la colocación de sanitarios, o cosas peores.
Contempló
un último momento la reliquia de la batalla en la pantalla de proa,
su andamiaje sobresaliendo como si fueran huesos a través de la
piel, y sacudió la cabeza por semejante desperdicio. Luego, con un
pequeño suspiro de placer, conectó su casco a los círculos
plateados de sus sienes y su frente, cerró los ojos y tomó el
control de la nave.
El
espacio pareció extenderse a su alrededor, animado como el mar. Él
era la nave, un pez, un tritón; sin respiración, sin límites, sin
dolor. Conectó los motores como si una llama brotara de sus dedos, y
empezó la lenta rotación en espiral de la pauta de búsqueda.
—¿Tecnomed
Boni? —Pulsó el intercomunicador de su cabina—. Creo que tengo
algo para usted.
Ella
se frotó la cara para espantar el sueño.
—¿Ya?
Qué hora… oh. Debía estar más cansada de lo que creía. Ahora
mismo voy, oficial piloto.
Ferrell
se desperezó y comenzó una serie automática de ejercicios en su
asiento. Había sido una guardia larga y aburrida. Debería tener
hambre, pero lo que contemplaba ahora a través de los visores le
había quitado el apetito.
Boni
apareció al momento y se sentó a su lado.
—Oh,
muy bien, oficial piloto. —Descolgó los controles del rayo tractor
exterior y flexionó los dedos antes de asirlos con delicadeza.
—Sí,
no había mucha duda en eso —reconoció él, echándose hacia atrás
y viéndola trabajar—. ¿Por qué tanto cuidado con los tractores?
—preguntó con curiosidad, advirtiendo el bajo nivel de energía
que estaba utilizando.
—Bueno,
ahora mismo están congelados, ya sabe —contestó ella, sin apartar
los ojos de los indicadores—. Son quebradizos. Si no se va con
cuidado, pueden romperse. Detengamos esa rotación, primero —añadió,
casi para sí misma—. Un giro lento está mejor. Eso parece. Pero
si giran rápido, a veces… debe ser muy incómodo para ellos, ¿no
cree?
Él
desvió su atención de la pantalla y se la quedó mirando.
—¡Pero
si están muertos, señora!
Ella
sonrió lentamente mientras el cadáver, hinchado por la
descompresión, los miembros retorcidos como congelados en un gesto
de convulsión, era atraído lentamente hacia la bodega de carga.
—Bueno,
no es culpa suya, ¿no? Uno de nuestros camaradas, lo veo por el
uniforme.
—¡Puaf!
—repitió él, y luego dejó escapar una risa nerviosa—. Actúa
usted como si le gustara.
—¿Gustarme?
No… Pero llevo ya nueve años en Recuperación e Identificación de
Personal. No me importa. Y, naturalmente, trabajar en el vacío es
siempre un poco más agradable que el trabajo planetario.
—¿Más
agradable? ¿Con esa maldita y horrible descompresión?
—Sí,
pero hay que considerar también los efectos de la temperatura. No
hay descomposición.
Él
tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
—Ya
veo. Supongo que uno se vuelve… duro, con el tiempo. ¿Es cierto
que los llaman ustedes témpanos?
—Algunos
sí —admitió ella—. Yo no.
Ella
maniobró el cuerpo cuidadosamente a través de las puertas de la
bodega de carga y las cerró.
—Temperatura
dispuesta para descongelación lenta. Lo podremos manejar dentro de
unas pocas horas —murmuró.
—¿Cómo
los llama usted? —preguntó él mientras ella se levantaba.
—Personas.
Ella
recompensó su asombro con una sonrisita, como un saludo, y se retiró
al mortuorio temporal situado junto a la bodega de carga.
En
su siguiente descanso, él bajó en persona, atraído por una
curiosidad morbosa. Asomó la nariz en la puerta. Ella estaba sentada
ante su escritorio. La mesa del centro de la habitación todavía no
estaba ocupada.
—Uh…
hola.
Ella
lo miró y sonrió rápidamente.
—Hola,
oficial piloto. Pase.
—Uh,
gracias. Sabe, no tiene por qué ser tan formal. Llámeme Falco, si
quiere —dijo él mientras entraba.
—Desde
luego, sí así lo quieres. Yo me llamo Tersa.
—¿Ah,
sí? Tengo una prima llamada Tersa.
—Es
un nombre popular. En el colegio siempre había al menos tres en mi
clase. —Se levantó y comprobó el medidor situado junto a la
puerta de la bodega de carga—. Ya debe faltar poco para que
cuidemos de él. Está a punto de ser arrastrado hasta la orilla,
como si dijéramos.
Ferrell
olisqueó, y se aclaró la garganta, preguntándose si debía
quedarse o marcharse.
—Una
pesca algo grotesca.
Mejor
marcharme, creo.
Ella
tomó la correa de control de la plataforma flotante y se la llevó a
la bodega de carga. Hubo unos cuantos sonidos de golpes, y regresó
con la plataforma flotando tras ella. El cadáver con el uniforme
azul oscuro era de un oficial de cubierta, cubierto de escarcha que
se fundía y goteaba en el suelo mientras la tecnomed lo colocaba
sobre la camilla de reconocimiento. Ferrell se estremeció de
repulsión.
Decididamente,
mejor me marcho. Pero
se quedó, apoyado contra el marco de la puerta a distancia segura.
Ella
tomó un instrumento conectado a los ordenadores. Tenía el tamaño
de un lápiz, y emitió un fino rayo de luz azul cuando lo alineó
con los ojos del cadáver.
—Identificación
retinal —explicó Tersa. Sacó un objeto parecido a una
almohadilla, también conectado, y lo colocó bajo cada una de las
manos de la monstruosidad.
—Y
de las huellas —continuó—. Siempre hago ambas cosas, y las
cotejo. Los ojos se pueden distorsionar mucho. Los errores de
identificación pueden ser brutales para las familias. Mm. Mm.
—Comprobó su pantalla indicadora—. Teniente Marco Deleo.
Veintinueve años. Bien, teniente, veamos qué podemos hacer por ti.
Aplicó
un instrumento a sus articulaciones, que se aflojaron, y empezó a
quitarle la ropa.
—¿Sueles
hablar con… ellos? —preguntó Ferrell, nervioso.
—Siempre.
Es una cortesía. Algunas de las cosas que tengo que hacer por ellos
son bastante indignas, pero se pueden hacer con cortesía.
Ferrell
sacudió la cabeza.
—Creo
que es obsceno.
—¿Obsceno?
—Todo
esto de manipular cadáveres. Tantos problemas y gastos para
recuperarlos. Quiero decir, ¿qué les importa a ellos? Cincuenta o
cien kilos de carne podrida. Sería más limpio dejarlos en el
espacio.
Ella
se encogió de hombros, sin distraerse de su tarea. Dobló las ropas
e hizo inventario del contenido de los bolsillos, que fue colocando
en fila.
—Me
gusta revisar los bolsillos —comentó—. Me recuerda cuando era
una niña pequeña y visitaba una casa extraña. Cuando subía sola
al piso de arriba, para ir al cuarto de baño o algo así, siempre me
gustaba asomarme a las otras habitaciones, y ver qué tipo de cosas
tenían, y cómo las conservaban. Si estaban muy ordenadas, siempre
me impresionaba: nunca he podido ordenar mis cosas. Si era un
desorden, consideraba que había encontrado un alma gemela. Las cosas
de una persona pueden ser una especie de morfología exterior de su
mente: como la concha de un caracol, o algo así. Me gusta imaginar
qué clase de personas eran, por lo que tienen en los bolsillos.
Ordenadas, o desordenadas. Obediente a las reglas, o llenos de cosas
personales… Pongamos por ejemplo al teniente Deleo, aquí presente.
Debió ser muy ordenado. Todo según las reglas, excepto este pequeño
disco vid de casa. De su esposa, imagino. Creo que debió ser una
persona muy agradable.
Colocó
la colección de objetos cuidadosamente en una bolsa etiquetada.
—¿No
vas a escucharlo? —preguntó Ferrell.
—Oh,
no. Eso sería entrometerme.
Él
soltó una carcajada.
—No
veo la diferencia…
—Ah.
—Ella completó el reconocimiento médico, preparó la bolsa de
plástico, y empezó a lavar el cadáver. Cuando llegó a la zona
genital cuya limpieza era necesaria por la relajación de los
esfínteres, Ferrell huyó por fin.
Esa
mujer está loca, pensó.
Me pregunto cuál será la causa de que haya elegido ese trabajo, o
el efecto.
Pasó
otro día entero antes de que pescaran un nuevo pez. Ferrell tuvo un
sueño, durante su ciclo de descanso, donde estaba en un barco en el
mar, e izaba redes llenas de cadáveres que vertía, mojados y
brillantes como si tuvieran escamas iridiscentes, en una gran pila en
la bodega. Despertó sudando, pero con los pies fríos. Regresó con
profundo alivio a su puesto, y se deslizó en la piel de su nave. La
nave era limpia, mecánica y pura, inmortal como un dios; uno podía
olvidar que alguna vez había poseído esfínteres.
—Qué
extraña trayectoria —observó, mientras la tecnomed ocupaba de
nuevo su puesto en los controles de tracción.
—Sí…
Oh, ya veo. Es barrayarés. Está muy lejos de casa.
—Oh,
vaya. Tirémoslo.
—Oh,
no. Tenemos archivos de identificación de todos sus desaparecidos.
Parte del tratado de paz, ya sabe, junto con el intercambio de
prisioneros.
—Considerando
lo que hicieron a nuestras prisioneras, creo que no les debemos nada.
Ella
se encogió de hombros.
El
oficial de Barrayar había sido un hombre alto, ancho de hombros,
comandante según indicaban los galones de su cuello. La tecnomed lo
trató con el mismo cuidado que había dedicado al teniente Deleo, y
más. Se tomó considerables molestias para ponerlo a punto y
convertir con un masaje de las yemas de sus dedos el rostro
abotargado en algo parecido a la humanidad. Ferrell la observó con
asco creciente.
—Ojalá
sus labios no se replegaran tanto —observó ella, mientras
continuaba con su tarea—. Le dan una mueca que no me parece
correcta. Creo que debió ser bastante guapo.
Uno
de los objetos de sus bolsillos era un pequeño relicario. Contenía
una diminuta burbuja de cristal llena de un líquido claro. El
interior de su cubierta de oro estaba grabado con los elaborados
signos del alfabeto barrayarés.
—¿Qué
es eso? —preguntó Ferrell con curiosidad.
Ella
lo alzó a la luz, pensativa.
—Una
especie de relicario, o un recordatorio. He aprendido un montón de
cosas sobre los barrayareses estos últimos meses. Nueve de cada diez
de ellos llevan amuletos de buena suerte o medallones o algo por el
estilo. Los oficiales de alto rango son iguales que los reclutas.
—Tonta
superstición.
—No
estoy segura de que sea superstición o sólo costumbre. Una vez
tratamos a un prisionero herido… Dijo que era sólo una costumbre,
que la gente se los daba a los soldados como regalo, pero que nadie
cree realmente en ellos. Pero cuando se lo quitamos, cuando lo
estábamos desnudando para operarlo, trató de luchar con nosotros
para conseguirlo. Tuvimos que sujetarlo entre tres para administrarle
la anestesia. Me pareció algo especialmente notable para tratarse de
un hombre al que le habían volado las piernas. Lloró…
Naturalmente, se hallaba en estado de conmoción.
Ferrell
contempló el relicario que colgaba del extremo de su cadenita,
intrigado a su pesar. Colgaba con otra pieza más, un rizo de pelo
dentro de un pendiente de plástico.
—Una
especie de agua bendita, ¿no? —inquirió.
—Casi.
Es un diseño muy corriente. Se llama «relicario de las lágrimas de
la madre». Vamos a ver si podemos… Parece que hace tiempo que lo
tenía. Por la inscripción, creo que dice «alférez», y la fecha…
debieron dárselo cuando se graduó.
—No
son de verdad las lágrimas de su madre, ¿no?
—Oh,
sí. Eso es lo que se supone que hace que funcione como protección.
—No
parece muy efectivo.
—No,
bueno… No.
Ferrell
hizo una mueca irónica.
—Odio
a esos tipos… pero supongo que lo lamento por su madre.
Boni
retiró la cadena y su pendiente, alzando el rizo en el plástico a
la luz y leyendo su inscripción.
—No,
para nada. Es una mujer afortunada.
—¿Cómo
es eso?
—Este
rizo indica que está muerta. Murió hace tres años, por eso está
aquí el rizo.
—¿También
se supone que da buena suerte?
—No,
no necesariamente. Es sólo un recuerdo, por lo que sé. Bastante
agradable, por cierto. El amuleto más desagradable que he visto
jamás, y el más único, era una bolsita de cuero que colgaba del
cuello de un tipo. Estaba lleno de tierra y hojas, y otra cosa que me
pareció el esqueleto de un animal parecido a un sapo, de unos diez
centímetros de largo. Pero cuando lo miré con más atención,
resultó ser el esqueleto de un feto humano. Muy extraño. Supongo
que era algo relacionado con la magia negra. Parecía algo extraño
para tratarse de un oficial ingeniero.
—No
parece que ninguno de ellos funcione, ¿no?
Ella
sonrió amargamente.
—Bueno,
si hubiera alguno que funcionara, no los veríamos, ¿no?
Continuó
con su trabajo, lavando la ropa del barrayarés y vistiéndolo de
nuevo con cuidado, antes de meterlo en la bolsa y devolverlo al
congelador.
—Esos
barrayareses están tan picados con el Ejército —explicó—, que
me gusta guardarlos con sus uniformes. Significan mucho para ellos.
Estoy seguro de que están más cómodos con ellos.
Ferrell
frunció el ceño, incómodo.
—Sigo
pensando que deberíamos tirarlo con el resto de la basura.
—De
ningún modo —dijo la tecnomed—. Piensa en todo el trabajo que
significa a cargo de alguien. Nueve meses de embarazo, el parto, dos
años de pañales, y eso es sólo el principio. Decenas de miles de
comidas, miles de historias para dormir, años de colegio. Docenas de
maestros. Y toda esa formación militar también. Un montón de gente
trabajó
para crearlo.
Alisó
un rizo de pelo del cadáver y lo puso en su sitio.
—Esa
cabeza contuvo el universo, una vez. Tenía un buen rango para su
edad —añadió, comprobando de nuevo su monitor—. Treinta y dos
años. Comandante Aristede Vorkalloner. Tiene una especie de
sonoridad étnica. Un nombre muy barrayarés. Vor, además, uno de
esos tipos perteneciente a la casta de los guerreros.
—Chalados
de clase homicida. O peor —dijo Ferrell automáticamente. Pero su
vehemencia, de algún modo, había perdido impulso.
Boni
se encogió de hombros.
—Bueno,
ahora se ha unido a la gran democracia. Y tenía unos bolsillos
interesantes.
Pasaron
tres días más sin otra nueva alarma que una rara dispersión de
residuos mecánicos. Ferrell empezó a esperar que el barrayarés
fuera la última captura que tuvieran que hacer. Se acercaban al
final de su perímetro de búsqueda. Además, pensó resentido, este
trabajo estaba saboteando la eficacia de su ciclo de sueño. Pero la
tecnomed hizo una petición.
—Si
no te importa, Falco —dijo—, agradecería si pudiéramos
continuar unas cuantas órbitas más. Las órdenes originales se
basan en la estimación media de la velocidad de la trayectoria, y si
alguien recibió un poco de impulso extra cuando la nave se partió,
bien podría estar más allá.
Ferrell
no se mostró demasiado entusiasmado, pero la perspectiva de un día
más de pilotaje tenía sus atractivos, y accedió a regañadientes.
El razonamiento de ella dio sus frutos: antes de que hubiera
terminado el día, encontraron otra horrible reliquia.
—Oh
—murmuró Ferrell cuando se acercaron a mirar. Era una oficial
femenina. Boni la recuperó con enorme ternura. Él no quiso ir a
mirar esta vez, pero la tecnomed parecía esperar que lo acompañara.
—Yo…
la verdad es que no quiero ver a una mujer reventada —trató de
excusarse.
—Mm
—dijo Tersa—. ¿Es justo entonces rechazar a una persona sólo
porque está muerta? No te habría importado nada ver su cuerpo
cuando estaba viva.
Él
se rió un poco, macabramente.
—¿Igualdad
de derechos para los muertos?
La
sonrisa de ella se torció.
—¿Por
qué no? Algunos de mis mejores amigos son cadáveres.
Él
hizo una mueca.
Ella
se puso seria.
—Me…
me gustaría tener compañía, con ésta. —Ocupó su puesto de
costumbre junto a la puerta.
La
tecnomed depositó la cosa que había sido una mujer sobre la mesa,
la desnudó, la examinó, la lavó y la preparó. Cuando terminó,
besó los labios muertos.
—Oh,
Dios —exclamó Ferrell, horrorizado y asqueado—. ¡Estás loca!
¡Eres una maldita, maldita necrófila! ¡Y una necrófila lesbiana,
además!
Se
dio la vuelta para marcharse.
—¿Es
eso lo que te parece? —La voz de ella era suave, sin expresar
ofensa alguna. Eso hizo que él se detuviera y mirara por encima del
hombro. Ella lo miraba tan amablemente como si fuera uno de sus
preciosos cadáveres—. En qué mundo tan extraño debes de vivir,
dentro de tu cabeza.
Abrió
un maletín y sacó un vestido, delicada ropa interior y un par de
zapatillas blancas bordadas. Un vestido de novia, advirtió Ferrell.
Esta mujer es una psicópata de
primera…
Vistió
el cadáver y arregló con delicadeza su suave pelo oscuro antes de
guardarlo en la bolsa.
—Creo
que la colocaré con ese guapo barrayarés —dijo—. Me parece que
se habrían gustado, si se hubieran podido conocer en otro tiempo y
lugar. Después de todo, el teniente Deleo estaba casado.
Completó
los datos de la etiqueta identificativa. La agotada mente de Ferrell
le enviaba pequeños mensajes subliminales; se esforzó por superar
la conmoción y el asombro, y prestó atención. Su conciencia se
despejó con un sobresalto.
No
ha hecho una comprobación de identificación con ésta.
Sal
por la puerta, se
dijo, es lo que tienes que
hacer. En
cambio, tímidamente, se acercó al cadáver y comprobó la etiqueta.
Alférez
Sylva Boni, decía.
Veinte años. La
misma edad que él…
Estaba
temblando, como si tuviera frío. Hacía frío en aquella sala. Tersa
Boni terminó de preparar el paquete, y volvió con la plataforma
flotante.
—¿Tu
hija? —preguntó. Fue todo lo que pudo decir.
Ella
frunció los labios y asintió.
—Es…
una maldita coincidencia.
—En
absoluto. Solicité este sector.
—Oh.
—Él tragó saliva, se dio la vuelta, volvió, el rostro
enrojecido—. Siento haber dicho…
Ella
sonrió con tristeza.
—No
importa.
Encontraron
un poco más de residuos mecánicos, así que accedieron a trazar
otro círculo, para asegurarse de que todas las trayectorias quedaban
cubiertas. Y, sí, encontraron otro cadáver: desagradable, girando
salvajemente, las tripas abiertas por un gran golpe y colgando en una
cascada congelada.
La
acólita de la muerte hizo su sucio trabajo sin arrugar siquiera la
nariz. Cuando empezó a lavarlo, la menos técnica de las tareas,
Ferrell dijo de repente:
—¿Puedo
ayudarte?
—Desde
luego —respondió la tecnomed, haciéndose a un lado—. Un honor
no disminuye por compartirlo.
Y
eso hizo, con la timidez de un aprendiz de santo que lava a su primer
leproso.
—No
tengas miedo —dijo ella—. Los muertos no pueden hacerte daño. No
te causan dolor, excepto el de ver tu propia muerte en sus rostros. Y
he descubierto que podemos enfrentarnos a eso.
Sí,
pensó
él, los buenos se enfrentan
al dolor. Pero los grandes… los grandes lo abrazan.
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