Ayer pude disfrutar de unas horas en compañía de la persona a la
que considero mi maestra y, aunque en los tiempos que corren mostrar
abiertamente amor profundo y admiración por una persona que no sea
un deportista, un cantante o un actor esté muy mal visto, no me
importa decirlo. Me cansa tanta hipocresía. Estuvimos hablando de
distintas cosas, y leyó un poema precioso, inspirador, que conmueve
y eleva porque la luz de lo verdadero brilla en él. Este poema es
“Nuestro miedo más profundo” de Marianne Williamson.
Nuestro
miedo más profundo
“Nuestro
miedo más profundo no es el de ser inapropiados. Nuestro miedo más
profundo es el de ser poderosos más allá de toda medida.
Es
nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que nos asusta.
Nos
preguntamos: ¿Quién soy yo para ser brillante, precioso, talentoso
y fabuloso? Más bien, la pregunta es: ¿Quién eres tú para no
serlo? Eres hijo del universo.
No
hay nada iluminador en encogerte para que otras personas cerca de ti
no se sientan inseguras.
Nacemos
para poner de manifiesto la gloria del universo que está dentro de
nosotros,como lo hacen los niños. Has nacido para manifestar la
gloria divina que existe en nuestro interior.
No
está solamente en algunos de nosotros: Está dentro de todos y cada
uno.
Y
mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos
permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de
nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los
demás.”
La
extraña tendencia a la ocultación del propio brillo es uno de los
temas en los que tuvimos que realizar una indagación personal cuando
me estaba formando como Asesora Filosófica, y ya me llamó mucho la
atención entonces. ¿Qué nos ha hecho el mundo, las formas
políticas, nuestra cultura, la educación religiosa, etc., para que
nos inhibamos tanto que sólo parecen tener vida y poder de decisión
nuestras máscaras, nuestro ego? ¿Por qué caminos tan errados hemos
viajado para llegar a este punto?
Hemos
de preguntarnos si hay en nosotros resistencia a aceptar nuestra
fortaleza, ¿es más cómodo, más fácil, más “conocido”
aliarse con nuestra parte débil que con nuestra parte fuerte? ¿Quién
sabe a dónde nos llevará esa voz?, y el miedo nos inhibe. Sentir
odio, frustración, insatisfacción con uno mismo es algo que en
cierto modo se alimenta, como que ese es el acicate para ser mejores,
más exitosos en la vida o más merecedores del cielo en la otra.
Pero manifestar abiertamente nuestro amor hacia nosotros mismos...,
en general no nos atrevemos, aparece rápidamente un sentimiento de
culpa. ¿Cómo me voy a amar, si estoy a “años luz” de ser lo
que “debería” ser? Y como nuestra programación mental, o
cultural, o egoica, o como queramos llamarla, siempre está a gran
distancia de ser lo que debiéramos ser, nunca orientamos la luminosa
mirada del amor sobre nosotros mismos.
Se
habla mucho de represión sexual, las consultas de los psicólogos y
sexólogos están llenas, surgen debates y programas televisivos al
respecto pero, ¿se habla alguna vez de represión espiritual?, ¿de
la lacra social que existe sobre la idea de vivir con plenitud la
propia esencia? Si nuestros hijos nos dicen que de mayor quieren ser
médicos, abogados, etc., nos parece bien, pero si alguno nos dice
que a lo que aspira en la vida es a Ser, con mayúsculas, y que a eso
va a dedicar sus mayores esfuerzos, nos echamos a temblar.
El
filósofo Nietzsche, en su genealogía de la moral, ya nos advertía
de que la moral europea es una moral de débiles e impotentes, una
moral del resentimiento. Señalaba que la moral europea ha nacido de
la desconfianza en el propio poder creativo, de la desconfianza en la
belleza [y de ahí el nacimiento del culto artístico a lo feo], y de
la desconfianza en la felicidad [¡cuidado con la felicidad, estáte
atento que a la vuelta de la esquina te espera alguna trampa!]. La
exaltación moral de una humildad mal entendida se ha llevado a cabo
al precio de demonizar el propio brillo, la propia fuerza.
No
reconocer nuestras virtudes, nuestras fortalezas, nuestra luz, es una
actitud deplorable, muestra ingratitud hacia los dones recibidos y
hacia los dones conquistados. A mi maestra le emocionaba
especialmente el final del poemas, ese “Y
mientras dejamos lucir nuestra propia luz, inconscientemente damos
permiso a otras personas para hacer lo mismo. Y al liberarnos de
nuestro miedo, nuestra presencia automáticamente libera a los
demás.” De
ayer a hoy he estado reflexionando sobre estas palabras. Creo que
cuando hay un reconocimiento profundo de los propios dones, y
mostramos nuestra gratitud dándoles espacio y dejándolos brillar en
nosotros, nuestra mirada luminosa se intensifica y se despierta la
capacidad de reconocerlos en cualquier lugar donde se encuentren.
Cuando alguien se da a sí mismo permiso para brillar, esta abriendo
una puerta que hasta ese momento permanecía cerrada, y la deja
abierta para que yo vea que es posible, que puede hacerse. Su brillo
ilumina, embellece y enriquece al mundo; me muestra cuan valiosa
podría ser mi aportación; cuando su mirada se posa en mi y ve mis
dones, los reconoce, me está ayudando a abrir mi propia puerta y a
darme permiso para franquearla. Y como somos Uno en esencia, cada vez
que uno de nosotros se da permiso para brillar se lo estamos dando a
la humanidad entera.