Saludos a todos, tras un largo y cálido verano (título, por cierto, de una película que me gusta mucho, protagonizada por Paul Newman, Joanne Woodward y Orson Welles). En estos momentos ando preparando un curso sobre la importancia de los valores en el desarrollo personal, y eso me ha hecho rescatar un artículo que escribí sobre los valores hace unos meses, en el nº46 de la revista El mundo de Sophia. Como por aquel entonces todavía no existía este blog, aprovecho la oportunidad para compartir dicho artículo. Espero que os guste.
EL
VALOR DE TENER VALORES
Al
igual que la filosofía en general, en nuestros tiempos, ha sido prácticamente
relegada a los ámbitos académicos y poco más, una de sus más importantes
disciplinas, la Ética, está todavía más olvidada. Varios siglos después de la
Revolución Industrial nuestro sistema educativo, que se proyecta en todos los
ámbitos de nuestra sociedad, sigue anclado en aquella cosmovisión; una
cosmovisión que buscaba formar trabajadores y consumidores que desarrollasen y
mantuviesen ese sistema. En un marco formativo de estas características no interesa
que la filosofía salga de los ambientes universitarios y eruditos, dado que
puede resultar sumamente peligroso que los ciudadanos cuestionen el sistema de
valores en el que viven, su sentido teleológico. Interesa todavía menos que la
Ética abandone su lugar de ideal irrealizable, tan utópica que ya nadie habla
de ella más que en sus variantes desprovistas ya del corazón impulsor: ética
médica, ética política, ética laboral, etc. Tales éticas, muchas veces, no son
éticas en el verdadero sentido de la palabra, sino que son formas de limpiar
imagen de cara a la sociedad.
Ya
son muchas las personas, desde distintos ámbitos, que empiezan a hablar de la
necesidad apremiante de educar en valores, para que los futuros líderes e
integrantes de nuestra sociedad sean más respetuosos con la naturaleza, con los
hombres y con el mundo en general. Como muestra de rebeldía social, y forma de
despertar conciencias, podríamos decir que hoy día hay que tener el valor de
tener valores, y para ello es necesario comprender íntimamente el valor de
tener valores. Parece un juego de palabras, pero es una realidad. Los valores
se fundamentan en algo, y ese algo es una ética. No hablo de ninguna moral
concreta, sino de una forma de ser y de estar en el mundo. De ahí que la
palabra ética provenga del vocablo êthos,
que posee dos sentidos fundamentales. El primero viene a significar el suelo
firme, el fundamento, del que brotan todos los actos humanos. El segundo, a
partir de Aristóteles, significa “modo de ser”. Ambas acepciones son
complementarias: el fundamento ético se plasma en un modo de ser, de actuar.
Decía
el filósofo Inmanuel Kant que el hombre, como cuerpo, está sujeto a las leyes
de la naturaleza, pero moralmente es libre. Esa libertad interior, entre otras
cosas, impide que el hombre pueda eludir
la responsabilidad de sus actos y, por ende, de su propia vida. También instaba Kant a que
el hombre abandonase la minoría de edad, que implica que los demás te digan lo
que tienes que hacer, decir y pensar.
“La
pereza y la cobardía son las causas de que una gran parte de los hombres
permanezca, gustosamente, en minoría de edad a lo largo de la vida (…); y por
eso les ha resultado tan fácil a otros el erigirse en sus tutores”. (Respuesta a la pregunta: ¿qué es la
ilustración?)
Cuando
no se tienen valores propios, libremente reflexionados y aceptados, es fácil
que otros se erijan en “tutores”. Creo que en el momento presente abandonar la
minoría de edad es de gran urgencia, que el responsabilizarse de los propios
actos y de sus consecuencias es de gran urgencia. Es más fácil permanecer en
minoría de edad, que te digan lo que tienes que hacer y no pensar por uno
mismo, y si el fruto de tus actos es dañino, no hacerte responsable porque has
hecho lo que te dijeron que había que hacer, o lo que está socialmente
aceptado. No obstante, en vista de la trayectoria de nuestro globalizado mundo,
me temo que no nos podemos permitir ese lujo por más tiempo.
Ante
la pesada losa de “está todo tan mal que es imposible cambiarlo, ¿qué puedo
hacer yo?”, la tan manida respuesta, y no por ello menos real y contundente, de
Gandhi: “sé el cambio que quieres ver en el mundo”. Si nos sacudimos todos la pereza de empezar nosotros mismos a ser lo
que internamente, moralmente, libremente, queremos ser el cambio está
garantizado. Pero los cambios siempre dan miedo, el no saber qué pasará después.
Lo bueno, por decirlo de alguna manera, de la crisis mundial que estamos
viviendo es que nos pone en la tesitura de no temer qué pasará después, porque
no puede ser peor de lo que está pasando en el momento presente. No hace falta
hacer una gran revolución, poner tu vida patas arriba pues, como se suele
decir, gota a gota se llena el vaso. Si nos sentimos capaces de una gota, y
otra gota, y otra gota… ya estaremos cambiando cosas, aunque desde fuera sea
imperceptible. Si nos sentimos capaces de más, pues más, no seamos tímidos. Esto
que estoy diciendo aquí no es nada nuevo, si se repasa la vida y la obra de
todos los grandes filósofos, y no filósofos, éticos de la historia, están
diciendo esto mismo, con distintos lenguajes y en marcos históricos diferentes.
¿Cuál
sería ese suelo firme que sustenta nuestros actos? Nuestro ideal de lo que es,
o debiera llegar a ser, el hombre. Los valores reales de cada época (es decir,
lo que realmente se hace, y no lo que se dice que debiera hacerse) se derivan
de la idea de ‘Hombre’ vigente. Esto da mucho que pensar, pues cuanto más
excelsa es la idea de lo que es el hombre, más elevada será la moral de esa
sociedad. Si consideramos que nuestro mundo tiene una moral muy pobre, es que
se sustenta en un ideal humano muy limitado. No vemos a los hombres como
gigantes en potencia, sino como enanos llenos de defectos y contradicciones. Si
el hombre está convencido de esto, será incapaz de ir más allá de esa “enanez”;
incluso el ir más allá de esa pequeñez impuesta puede estar mal visto. Parece
que nuestra sociedad premia el “ser normal”, llevar una vida “normal” (no ser
“normal” parece sólo admisible en el cine o en las series televisivas), y se
tiende a no reconocer ni fomentar la verdadera grandeza (que no es ganar una
final de futbol o un Oscar de cine). De ahí, de nuevo, la idea implícita de que
en nuestro momento histórico hay que tener el valor de tener valores.
Como
fórmula ética general, sin un contenido moral concreto, de nuevo Inmanuel Kant
nos legó una herramienta extraordinaria, que podríamos resumir así: obra de
modo que puedas querer que lo que haces sea ley universal de la naturaleza, es
decir, plantéate si te gustaría vivir en un mundo en el que todos hiciesen lo
que tú pretendes hacer. Recientemente en las noticias salía a la luz un nuevo
derrumbamiento de un edificio de Bangladesh donde se ubicaban varios talleres
de confección para primeras marcas de ropa de occidente. Murieron más de cien
personas, y es algo que sucede con cierta frecuencia debido a las casi
inexistentes medidas de seguridad (eso sin entrar en los horarios abusivos, la
falta de higiene y derechos del trabajador, etc.). ¿Nos gustaría vivir en un
mundo en que todos los trabajadores, nosotros incluidos, realizasen su labor en
esas condiciones? Si la respuesta es no, ¿por qué lo permitimos? Podríamos
exigir a las grandes firmas de ropa que nos garantizasen que sus productos
responden a unos mínimos estándares éticos, y la forma de conseguirlo sería no
comprarles mientras no exista dicha garantía. El diseñador Juanjo Oliva, en una
entrevista reciente, hablaba de la locura en que se ha convertido la moda a
nivel consumo, y que no necesitamos tanto. Habría que exigir una mayor calidad,
no sólo textil sino humana, y si eso implica que por el mismo dinero podremos
comprar la mitad…, tengamos el valor de hacerlo.
En
definitiva, se trata de trabajar el discernimiento entre lo que puede ser
beneficioso y lo que puede llegar a ser perjudicial, y de hacerse libres para
enfocar lo que hemos elegido como correcto. Se trata de “hacerse a uno mismo”,
como decía Aristóteles, ir estableciendo una escala de valores propia y
personal que oriente nuestros actos, pues sin guía actuamos conforme impulsos,
modas, presiones sociales o lo que otros dicen que debemos hacer. Esto último
lleva a muchas crisis personales, porque se termina perdiendo el sentido de lo
que se hace, para qué se hace y por qué se hace. Descubrir, más tarde o más
temprano, que lo que estamos haciendo no lo hemos decidido nosotros y, por lo
tanto, nuestro ser no está en ello es siempre sumamente revelador e inspirador;
pero también puede resultar terrorífico, depende de a que alturas de la vida
nos pille el descubrimiento.
Seamos
más jóvenes o más maduros, tengamos en nuestras manos la educación de nuestros
hijos o la de los ajenos, aunque sea sólo por nuestro ejemplo de vida,
plantemos la semilla de la lúcida reflexión y de la libertad interior; y
cuidemos de todos esos tiernos brotes que se convertirán en altos ideales
humanos: hombres y mujeres con mentes despiertas y creativas, convicciones sólidas
y bien fundamentadas, actos generosos y
bondadosos, dignos medios de vida y que tengan al resto de los seres humanos, y
por extensión el planeta en el que viven, como el bien más preciado.
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