viernes, 5 de octubre de 2018

Y EN EL ORDEN ENCONTRÉ MAGIA



En una de esas conversaciones relajadas que se dan tras un diálogo filosófico me comentó una participante cuán importante había sido para ella el método de Marie Kondo. Yo ya conocía ese nombre (sería poco menos que un pecado social y cultural no conocerlo), pero eso de leerme un libro sobre cómo ordenar mi armario no me atraía nada. Pero, no sé por qué, decidí echarle un ojo al libro (por eso de que una tiene que estar básicamente al día de lo que pasa por el mundo). 
He de reconocer que me gustó el “espíritu” del libro, un espíritu muy zen en mi humilde opinión; también me gustó el significado de fondo y que no es otro que ser feliz. Cuando Marie Kondo habla del sentido tanto de guardar cosas como de desecharlas no se centra tanto en en su utilidad o en su cantidad sino en su capacidad de proporcionarte felicidad. Reconozco que la filosofía zen me atrae mucho, su delicadeza, el cuidado e incluso el ceremonial que imprimen incluso a sus actos más cotidianos para que todo (incluso tomarse una taza de té) sea un gesto cargado de significado y belleza. Me fascina su estética, no es raro la devoción que le tengo al texto de Tanazaki El elogio de la sombra. No es una lectura comparable con La magia del orden, sin embargo…, me ha transmitido de otro modo esa misma atmósfera sutil y delicada. 
Poner orden está bien, es una verdadera gozada que te rodee esa ligereza, esa armonía, ese “aire” que otorga el orden a los espacios. No obstante, para mí no ha sido eso lo más sustancioso sino el que me ha recordado la importancia de sentirme en armonía con lo que me rodea, que todo tiene vida y hay que respetar la vida en todas sus formas: humana, animal, vegetal y también la de las “cosas”. Conservaba un maletín Tous precioso que podía considerarse vintage porque ese modelo ya no lo fabrican (o eso creo) y que guardaba porque me dolía deshacerme de él. Cuando me di cuenta de que no le estaba dando la oportunidad de cumplir con su dharma, con su razón de ser, eso me dolió más y me llevó a buscarle una nueva dueña que lo sacase de la oscuridad en la que vivía. He hecho lo mismo con diferentes objetos y me he sentido muy feliz por ellos. 
Otro aspecto con el que he comulgado profundamente, además de que lo que te ha de llevar a decidir con que te quedas y que cosas dejas ir es si te hacen feliz, es que no se trata de concentrarse en tirar cosas. Hacer eso es restarle valor a ese objeto y a la persona que eras cuando llegó a tu vida. En lugar de pensar en “tirar” cosas hemos de pensar en “dejar ir” cosas en actitud de agradecimiento. Parece una tontería pero la carga mental y emocional es muy distinta. Vuelvo al ejemplo del maletín, podía haber optado por conservarlo porque me gustaba pero..., no me hacía feliz tenerlo y no usarlo. Se trataba de “darle vida” de alguna manera, tenerlo a la vista para poder disfrutar de ese objeto que me gusta, por ejemplo, o dejarlo ir -que no es lo mismo que deshacerme de él-. Resultó ser una tarea muy reconfortante porque me había olvidado de valorar muchas de las cosas que tenía y decidí conservar. 
Me resultó también muy interesante darme cuenta de aquellas cosas que, como el maletín, me costaba dejar ir, muchas con el tan conocido “por si acaso”. ¿Cuantas cosas hay que no necesitamos y que tampoco nos encantan y, sin embargo, conservamos “por si acaso”? Todas esas cosas nos hablan de nuestros sentimientos de carencia y vivir rodeados de cosas que nos “recuerdan” lo que creemos que nos falta no parece ir en la misma dirección del sentimiento de felicidad. Ahora, cada vez que aparece una de esas cosas en mi radar la observo como a una amiga con la que tengo que entablar algún tipo de relación fructífera: ¿qué me quieren decir esos objetos que no dejo ir “por si acaso”?, ¿es algo del pasado que, en realidad, nada tiene que ver ya con mi presente?, ¿es algo que tendría que encarar aquí y ahora y que, por algún motivo, estoy rehuyendo?
Rodearte única y exclusivamente de aquello que te aporta felicidad es una forma más de potenciar la vida que uno quiere, con la que uno sueña. Uno debería rodearse siempre de aquellos pensamientos, personas, lugares y cosas que le potencian, con las que se siente en armonía tanto en forma como en esencia. De este modo, el acto de poner orden desde este enfoque se convierte en un acto de magia simpática y también en un acto filosófico, porque te obliga a hacerte algunas preguntas: ¿Sé lo que quiero en la vida? ¿Sé qué es lo que me hace feliz? ¿Estoy dando los pasos que me pueden conducir a ese lugar?


viernes, 28 de septiembre de 2018

LA FORMA EN QUE NOS MIRAMOS




El otro día leía un artículo de Caitlin Moran en el que contaba que había engordado un par de kilos y que se suponía que debería importarle -incluso había estado esperando la aparición de una "vocecilla" insidiosa y critica- y la verdad es que no le importaba. Un par de kilos no es un tema de salud sino un tema meramente estético.
Su desparpajo y su aceptación de la situación me hizo reflexionar acerca de la forma en que nos miramos. Hay mucho sufrimiento relacionado con una mala relación con el cuerpo, lo veo a diario. Nuestro cuerpo es un elemento fundamental en la construcción de nuestra identidad y por ese motivo no es un tema a tratar con ligereza. Creo que al ser un tema tan importante y generar tanto sufrimiento, se merece que nos paremos todos y cada uno de nosotros a revisar nuestras creencias al respecto, que reflexionemos acerca de la realidad de lo que yo creo sobre mi físico y sobre la importancia que este tiene dentro de ese Todo que soy Yo. 
Para empezar lanzo una pregunta, ¿crees que tú o que yo somos capaces de ver la Realidad, con mayúsculas, o vemos una realidad interpretada, una realidad con minúsculas? Es decir, una realidad filtrada por mis ideas, por aquellos que deseo, por aquello de lo que huyo, por mis experiencias previas... En definitiva, por mi cosmovisión. Si esto es así, y si yo tengo la creencia de que carezco de atractivo físico, por ejemplo, de que estoy un poco gorda, de que no tengo un pecho bonito, de que con mi físico no me van a querer, etc. Si yo tengo esa creencia, ¿crees que si la Realidad objetiva fuese que soy preciosa, que soy tan guapa como... (que cada cual ponga en su mente a su ideal de belleza), crees que si esa fuese la Realidad cambiaría algo? ¿Yo sería capaz de apreciarla? ¿Sería capaz de darme cuenta? No, no lo creo. Todos sufrimos algún grado de distorsión de nuestra imagen corporal porque, como sujetos que somos, para nosotros la realidad siempre será, en mayor o menor medida, subjetiva. No, lo importante es lo que pensamos, en este caso, sobre quién soy y sobre cómo soy, sobre qué es bello y qué no lo es, sobre lo que hace que una persona sea digna de amor y qué no, etc. 
Recuerdo con mucho cariño a quien fue mi primera asesorada, una mujer bellísima: alta, delgada, rubia, muy elegante y estilosa que ya andaba por los cincuenta y pico de años. Me decía que era incapaz de ir a la playa y disfrutar porque estaba muy pendiente de su cuerpo, que en lo único en lo que podía pensar era en sus “imperfecciones”, con lo cual cuando “tenía” que ir a la playa por algo siempre lo hacia tapada de arriba a abajo. Desde su momento presente, mirando a su pasado, se sentía tonta porque veía sus fotos de cuando era una jovencita y se reconocía preciosa: guapa, delgada, estilosa... Se daba cuenta ahora y se echaba en cara no haber disfrutado más de su físico en lugar de esconderlo. Se recriminaba eso sin darse cuenta de que, en la actualidad, estaba repitiendo exactamente el mismo patrón. La mujer que yo veía y la mujer que ella veía eran realidades muy distintas.
Utilizando la metáfora de la película Matrix, ciertamente vivimos en un matrix, una “realidad virtual” que no ha tenido que crear ninguna inteligencia artificial malvada sino que nos la hemos creado nosotros mismos. De todas las realidades que podíamos generar, hemos creado una difícil y dolorosa, un matrix en el que aquí y ahora siempre falta algo, un algo que nos impide disfrutar plenamente de ser quienes somos, de lo que tenemos en este momento. 
Me pregunto por qué ocurre esto. Creo de verdad en lo que afirmaban Sócrates o Espinosa, que el impulso natural de todos nosotros siempre está orientado hacia nuestro bien. Ciertamente, existe un impulso natural de todo lo viviente por desarrollarse, por crecer, por mejorar, por ganar en fortaleza, en expresión, en potencia. Eso está en el entramado mismo de la vida. No sé vosotros, pero yo nunca le he escuchado decir a alguien “me gustaría ser más tonto cada día”. Si yo lo que busco siempre es mi bien es evidente que ese impulso no solo no es el problema sino que es imposible aniquilarlo, quizás adormecerlo o pervertirlo pero no hacerlo desaparecer. Se dice que si se dan las circunstancias apropiadas todo tiende a desarrollarse al máximo. Bien, ¿quién dice que no es así?, ¿y si resulta que sí que se dan, siempre, las circunstancias apropiadas? No necesariamente las circunstancias que me gustan, pero sí las que necesito. Solo si me “creo” la historia de que las circunstancias, o mis circunstancias, son negativas o dañinas y que me impiden estar en paz y ser feliz, solo entonces (cuando asiento a esa idea y la convierto en una creencia) mis circunstancias me harán daño, me impedirán estar en paz y ser feliz.
Volviendo al tema que nos ocupa, si yo deseo ser bella porque tengo en mi el anhelo por desarrollar mi Belleza en su máxima expresión, ¿significa eso necesariamente que no soy ya bella o que la belleza es una cuestión meramente estética? ¿Quién lo dice? Por otro lado, ¿la mejor forma de desarrollarme, sea en el aspecto de la belleza o en cualquier otro, es desde un sentimiento de carencia? ¿Su efecto no es más bien el contrario? Paralizarme, menospreciarme, castigarme, esconderme, fustigarme, etc.
Yo amo la belleza de las formas porque me produce placer observarla (y tocarla, oírla, saborearla, olerla) y ese placer me genera un estado interno que es lo que verdaderamente tiene valor. Platón diría que ese bienestar viene de que la Belleza despierta en nosotros la reminiscencia de nuestra patria celeste, de ese lugar/estado de felicidad que nos pertenece y que queda sepultado por el “barro” de la ignorancia. Por eso anhelamos la belleza, por eso es importante estar rodeados de belleza (objetos bellos, personas bellas, sentimientos bellos, músicas bellas, lecturas bellas), que todo sea un recordatorio de lo que soy y de lo que quiero realmente en mi vida. La belleza la veo más como un sentir que como algo “objetivamente” bello: si yo siento que soy bella me veré bella, y si siento que el mundo es intrínsecamente bello más allá de que esté, igual que yo, en proceso de desvelamiento, lo veré bello. 
Alguien me podría decir que eso es una sugestión, puede ser, pero, ¿no es también una sugestión creer que no soy bella? Yo no abogo por cambiar una sugestión por otra, abogo por, primero, darme cuenta de que lo que yo creo no tiene por qué ser verdad. No estoy obligada a asentir a todas las ideas que pasan por mi mente. Creer que no soy bella no es más que haber asentido a una idea que pudo haber llegado a mí de muchos lugares (mis padres, mi educación o una mala experiencia) y, segundo, una vez que te empiezas a cuestionar la verdad de esa creencia se trata de ver qué efectos tiene sobre ti y sobre los demás creer eso y quien serías tú sin esa creencia. Puede que te des cuenta de que no te aporta nada bueno, todo lo contrario. Solo eso ya pone en claro cuestionamiento esa idea porque cualquier creencia que me robe poder, que me robe fuerza y confianza, va en contra de ese anhelo puro por crecer un poco cada día. Es decir, va en contra de la condición misma de la vida. Incluso, puede que tener esa creencia sí te afee: puede que te haga esconderte de los demás y ser de trato poco agradable; o que estés demasiado pendiente de ti y te vuelvas poco generosa; o que te maltrates; o que seas tristona y eso haga que la gente termine huyendo de ti. Todo eso sí afea. 
Repito, no se trata de cambiar un patrón por otro patrón más “adaptativo”, se trata de ir observando más y más qué hay de verdad en esas creencias para ir dejando de lado lo que descubro que no soy y dando espacio a vivir lo que sí soy. Si me doy cuenta de que la creencia de que no soy bella, o de que no soy suficientemente bella, es lo que, en realidad, me está restando brillo y belleza (y no que sea más o menos alta, más o menos delgada, más o menos rubia), eso está en el ámbito, como bien nos recuerdan los filósofos estoicos, de lo que depende de mi. Darme cuenta de eso me permite empezar a vivir lo que sí soy: si me estaba escondiendo empiezo a mostrarme, a desvelarme; si estaba demasiado pendiente de mí y no “veía” a los demás practico la generosidad de estar presente en la relación y olvidarme un poco de mí misma; si descubro que me trato mal, que soy dura, inflexible, que voy con la “cara larga” por la vida empiezo a tratarme bien, a quererme, a suavizar mis rasgos, eso me dará una luz y una ligereza que está más próxima a la Belleza que un “careto” amargado, una postura corporal demasiado rígida y cerrada, estar todo el día dandole vueltas a “mis” imperfecciones o tener comportamientos compulsivos en pos de que me quieran porque yo no soy capaz de quererme. 
Empecemos a mirarnos mejor, aunque solo sea por mostrar un básico respeto hacia lo mejor de nosotros mismos y una mínima compasión por nuestras vulnerabilidades. Y a partir de ese primer paso vayamos soltando ataduras, miedos, creencias limitadas “porque Yo lo valgo”, y ese “yo” no es el yo pequeñito que nunca se siente suficiente sino es ese Yo, con mayúsculas, que quiere lo mejor para nosotras no por sentirse carente sino, todo lo contrario, por sentirse, citando a Walt Whitman, inmenso y contener multitudes.