sábado, 18 de marzo de 2017

Acerca de la aceptación y el cambio


Hace unos días una amiga compartía un texto del pedagogo y filósofo Gerardo Schmedlin porque le había gustado mucho, tanto que lo tenía casi todo subrayado. Dicho texto empezaba así «Aquello que no eres capaz de aceptar es la única causa de tu sufrimiento. Sufres porque no aceptas lo que te va ocurriendo a lo largo de la vida y porque tu ego te hace creer que puedes cambiar la realidad externa para adecuarla a tus propios deseos, aspiraciones y expectativas.» Me pareció curioso porque ese mismo día había visto una charla de Sergi Torres en la que hablaba del cambio. Le había estado dando vueltas al tema a lo largo del día pues me parece un misterio fascinante y tan profundo que puedo intentar bucear en él una y otra vez y siempre, siempre, me revela nuevos matices y me muestra que son muchos aun los velos que me quedan por levantar.
Ese día, pues, le había estado dando vueltas al tema de que cuando queremos cambiar algo, sea lo que sea, de alguna forma implica que no aceptamos lo que la vida a puesto en nuestro camino. Nos resistimos, como si tuviésemos la creencia de que nosotros sabemos qué es lo mejor para nosotros, para el otro, para el mundo. Queremos cambiar algo porque no lo comprendemos (y esa incomprensión se puede vestir de miedo, de frustración, de impotencia, de idealismo…, de muchas formas). Pero, y eso es la más gracioso del tema, ¿por qué quiero cambiar algo que no comprendo? Si no lo comprendo, no puedo saber si es intrínsecamente bueno o malo. ¿Cómo quiero hacerlo? ¿Desde la ignorancia? ¿No es eso una locura?
Y de eso trató la conversación que mantuvimos un grupo de amigas alrededor de ese texto de Schmedlin.  Queremos cambiar porque no somos capaces de amar la realidad en toda su amplitud, solo amamos aquello que le gusta a nuestra personalidad, ego, eneatipo…, o aquello que comprendemos, concebimos o, como especifica el texto, se adecúa a nuestros deseos, aspiraciones y expectativas. Si confiamos en el fondo inteligente y benéfico de la vida, si la amamos, seremos capaces de aceptarla sin reservas. Ante esta idea de la aceptación de lo que es, de lo que hay, una amiga compartió su vivencia al respecto y que era que le gustaba escuchar hablar así de la aceptación, pero que no terminaba de aceptarlo. Que ella quería cambiar cosas, no podía evitarlo, y que en el fondo creía que era lo correcto tratar de cambiar ciertas cosas.
En ese momento la conversación giró en torno a la diferencia fundamental entre aceptar y conformarse. Acerca de que aceptar es centrarse en el presente, de la forma más lúcida y objetiva posible, y desde ahí ver qué es lo que yo puedo hacer realmente, qué es lo que puedo cambiar. Como dirían los estoicos, qué es lo que depende de mí en esta situación. Y todo lo demás…, soltar, confiar, porque en el fondo no sabemos porqué pasan las cosas. Nuestra inteligencia humana no puede abarcar la totalidad de la realidad.
Tras este intercambio de impresiones, ya en mi casa, mi mente seguía dándole vueltas al tema porque intuía que había faltado algo importante. Y ese es el motivo de esta entrada en el blog: clarificar ese algo que se quedó en el tintero. Ese algo importante, he visto después, era precisamente el punto de partida de la conversación: cuando queremos cambiar las cosas, sean las que sean, aunque sean las que dependen de nosotros, en cierta manera le estamos diciendo que no a lo que hay, a lo que acontece, a la vida. No estamos amando, estamos juzgando. Y esa idea me llevó a un momento en mi formación como asesora filosófica en que la filósofa Mónica Cavallé nos hablaba de la visión del artista y la del moralista. El moralista mira a su alrededor, a la vida, a la realidad y dice “esto está mal, hay que cambiarlo”. El artista mira la realidad, se maravilla de lo que ve y desde ese deslumbramiento, desde su enamoramiento, decide participar de esa belleza con una pincelada, con un toque, con una genuina expresión de su ser.
Ese es el matiz que necesitaba aclarar. Si yo deseo cambiar las cosas porque no me gustan, porque no las acepto, porque me resisto, porque no confío, mi impulso vital es erróneo. No busco el cambio desde la paz, quiero cambiar las cosas porque las juzgo como intrínsecamente malas, me producen malestar y deseo encontrar la paz a través de ese cambio. Y así nunca encontraré la serenidad, siempre detectaré cosas que cambiar, cosas que están mal, que no me gustan. Ahora bien, si mi impulso a actuar nace de la aceptación, de la paz, de la alegría de ser (lo que en el hinduismo se llamaría Ananda), de mi necesidad vital de participar del momento presente, la vivencia y lo que esta me reporta es de una riqueza y de una potencia muy superior.
Así que, me recuerdo a mí misma, cuando sientas resistencia a algo, aprensión, prejuicio o alguna de las mil formas que puede adoptar la no aceptación no te dejas embaucar por los pensamientos que buscan rápidamente cómo cambiar las cosas. En realidad, es un regalo que la vida te ofrece para tu crecimiento, para tu auto-descubrimiento: sumérgete en el momento presente, mira qué es lo que te causa incomodidad, halla la creencia que sustenta esa sensación y profundiza en ella, responsabilízate de la verdad que alcances a ver a fin de deshacer el nudo. Y si por ti mismo no sabes cómo hacerlo, reconoce también esa verdad y busca ayuda porque nada hay más importante que descubrir tu propio camino de plenitud.

jueves, 9 de marzo de 2017

Mirar, ver, aceptar


En «La mirada filosófica»tratábamos de abordar lo que puede ser una mirada filosófica, una mirada que va desgranando todo aquello sobre lo que se posa y que puede ser muy útil para mirarnos y en realidad vernos. El mito egipcio de Horus nos revela también la manera en que éste encontró el camino hacia el autoconocimiento.
El Udjat es uno de los símbolos más conocidos del país de las Dos Tierras, el ojo del dios Horus. En el largo relato mitológico acerca de Horus y su enfrentamiento con el mal en forma del dios Seth, hay un episodio en que Horus, en la lucha, pierde un ojo que cae en el barro. Tras este revés Horus entra en una etapa de confusión hasta que, con la ayuda del dios de la Sabiduría Thot, restaura su ojo. A partir de ese momento su mirar ya no es el mismo, porque su ojo ha adquirido cualidades mágicas. Es decir, el esfuerzo del autoconocimiento, por parte de Horus, que le lleva a restablecer la visión perdida ha enriquecido y ha dado profundidad a su mirar.
Es normal que en el diario batallar en algún momento nuestra mirada se empañe o caiga directamente en el lodo, como le ocurre a Horus. Son muchas las circunstancias que pueden hacer que nuestra visión se enturbie y todas ellas pueden ser valiosas lecciones para salir fortalecidos y que nuestro ‘ojo’ adquiera cualidades ‘mágicas’.
Puedo sentir que en determinado momento mi luz se ha visto mermada; que mi serenidad se torna huidiza; que he olvidado dónde hallar la alegría y he de fingirla porque ya no es la pura expresión de mi sentir; que mi mente está ofuscada y que miro, pero no veo…, ¿qué puedo hacer? puedo recurrir a una frase muy sencilla: «Darse cuenta». Eso, en sí mismo, otorga un gran poder, pero no es suficiente. ¿Y después? Sócrates lo tuvo muy claro, tomó para sí el tramo final de la inscripción que lucía en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos: «Oh, hombre, conócete a ti mismo y conocerás al Universo y a los Dioses», y lo hizo el pilar de su viaje sapiencial.
Para poder iniciar ese viaje de auto-conocimiento lo esencial es no asustarse, no huir y aceptar lo que sea que esté ahí: acepto que estoy viendo el mundo, las personas, mis circunstancias, etc., de una forma negativa, oscura; o acepto que no estoy sereno, que tengo los nervios crispados, que siento un nudo en el pecho, o en el estomago, que me altero con demasiada facilidad; o acepto que he perdido la alegría, que mi sonrisa nace y muere en mi rostro pero que no la siento; o acepto que estoy ofuscado, que no soy capaz de discernir, de ver, de comprender, de decidir… Acepto que eso está en mí en este momento, me doy cuenta y acepto. No podemos aceptar lo que no reconocemos, por más que nos duela realizar ese acto de reconocimiento, y aquello que no vemos, que no reconocemos, se escapa por completo a nuestro control, a nuestra acción sobre ello.
Acepto porque, entre otras cosas, a poco que miro a mi alrededor veo que las realidades materiales, los organismos vivos, incluso mis estados mentales y emocionales, todo está en permanente cambio. Como muy bien decía Heráclito “No es posible ingresar dos veces en el mismo río, ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado”, pues ni el río es el mismo, ni nosotros lo somos. Asiento ante el cambio como parte de la realidad, del hecho de estar vivo. Lo observo, penetro en él y descubro lo imperecedero en lo perecedero. Descubro el brillo del diamante tras la capa de barro…, e inicio la tarea de ir quitando lo que le sobra a esa refulgente joya. Se trata de restaurar el ojo, como nos muestra el mito, conectar con nuestra realidad última y mirar a través de ella.
Hay algo en nosotros que permanece a través de todos esos cambios que experimenta nuestra apariencia, nuestros pensamientos, nuestras emociones y nuestras circunstancias. Es algo que todos hemos experimentado: a lo largo de los años, ¿cuántas veces habremos cambiado de ideas, de opiniones, incluso de color de pelo, e incluso alguno ya no tiene tanto pelo? ¿Hemos dejado de ser? No. A veces podemos tomar distancia suficiente para observar, darnos cuenta, que estamos tensos, crispados o de mal humor. Quien observa eso, quien se da cuenta de eso, no está ni tenso, ni crispado, ni de mal humor. De lo contrario sería incapaz de tomar distancia, sería presa del estado emocional o mental. A este ‘observador’ es al que evocaba Sócrates cuando se entregó a la búsqueda de la verdad, un observador al que denominó daimon.

Artículo aparecido en Homonosapiens: http://centropnlchile.cl/Coaching%20Plan%20de%20vida.html