martes, 24 de noviembre de 2015

DESPUÉS DE LA BATALLA, DE LOIS McMASTER BUJOLD




Recientemente descubrí a la escritora Lois McMaster Bujold. Llegó a mis manos la trilogía fantástica sobre Chalion, libros de los que quiero hacer una entrada porque me gustaron mucho, especialmente algunas reflexiones de carácter teológico: el mundo de los dioses, y la relación humana con ellos, es un punto central en la trama de las novelas. Descubrí que esta escritora ha sido galardonada nada menos que cuatro veces con los Premios Hugo, y que es la creadora de una conocida y premiada serie de libros de Ciencia Ficción. Perteneciente a este género es la novela que terminé de leer ayer noche «Fragmentos de Honor». En esta novela, cuando finaliza la trama, la autora nos regala un relato corto titulado «Después de la batalla», que transcurre en el mismo universo que la novela principal, aunque su trama sea totalmente independiente.

Podría hacer comentarios acerca de él pero me parece innecesario, este relato es sencillamente perfecto, y precioso. ¡Deseo que lo disfrutéis tanto como yo!


DESPUÉS DE LA BATALLA

La nave destrozada flotaba en el espacio, una masa negra en la oscuridad. Todavía giraba, lenta e imperceptiblemente; un borde eclipsaba y engullía el brillante punto de una estrella. Las luces del grupo de salvamento corrían sobre el esqueleto. Hormigas, saqueando una polilla muerta, pensó Ferrell. Carroñeros…
Suspiró desazonado ante su pantalla de observación, y recordó la nave tal como era hacía unas pocas semanas. El naufragio se desplegó en su mente: un crucero, lleno de esas luces brillantes que le hacían pensar invariablemente en una fiesta vista a través de aguas nocturnas. Respondiendo siempre como una seda a la mente bajo el casco de su piloto, donde hombre y máquina penetraban la interconexión para convertirse en una sola cosa. Rápida, resplandeciente, funcional… Ya no. Miró a su derecha y se aclaró la garganta.
Bien, tecnomed —le dijo a la mujer que estaba a su lado, contemplando la pantalla con la misma intensidad sobrecogida que él—. Ése es nuestro punto de partida. Supongo que bien podríamos empezar ya.
Sí, por favor, oficial piloto. —Ella tenía una voz grave, adecuada para su edad, que Ferrell calculaba en unos cuarenta y cuatro años. Los cinco finos galones de plata de su manga izquierda resplandecían de manera impresionante contra el oscuro uniforme rojo del servicio médico militar de Escobar. Pelo oscuro veteado de gris, muy corto por necesidades del servicio, no por estilo; una amplitud propia de matrona en sus caderas. Una veterana, parecía. La manga de Ferrell todavía tenía que desarrollar incluso su sardineta de primer año, y el resto de su cuerpo aún mantenía cierta falta de desarrollo adolescente.
Pero ella no era más que una tecno, se recordó, ni siquiera médico. Él era un oficial piloto de pleno derecho. Sus implantes neurológicos y su formación de biofeedback eran completos. Se había licenciado y graduado… tres días demasiado tarde para participar en lo que ahora era conocido como la Guerra de los 120 Días. Aunque de hecho habían pasado 118 días y casi una hora entre el tiempo en que la punta de lanza de la flota invasora de Barrayar penetró el espacio local escobariano y el momento en que los últimos supervivientes huyeron del contraataque, corriendo hacia la salida del agujero de gusano para volver a casa como si buscaran una madriguera.
¿Desea que permanezcamos a la espera? —preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
No. La zona interior ha sido bien trabajada en las tres últimas semanas. No espero encontrar nada en las primeras cuatro vueltas, aunque no está de más que seamos concienzudos. Tengo unas cuantas cosas que preparar en el departamento, y luego creo que daré una cabezada. Mi departamento ha estado terriblemente ocupado en los últimos meses —añadió, a modo de disculpa—. Falta de personal, ya sabe. Pero, por favor, llámeme si divisa algo. Prefiero manejar el tractor yo misma, cuando es posible.
Por mí, bien. —Se giró en la silla hacia la comconsola—. ¿Con qué masa mínima quiere que la ayude? ¿Unos cuarenta kilos?
Un kilo es el estándar que prefiero.
¡Un kilo! —Él se la quedó mirando—. ¿Está bromeando?
¿Bromear? —Ella le devolvió la mirada, y luego cayó en la cuenta—. Oh, ya veo. Estaba usted pensando en términos generales… Verá, puedo hacer una identificación positiva con piezas muy pequeñas. Ni siquiera me importaría detectar trocitos más pequeños que eso, pero con menos de un kilo se pasa demasiado tiempo con falsas alarmas como micrometeoros y otra basura. Un kilo parecer ser el mejor compromiso práctico.
Puaf.
Pero él colocó obedientemente sus sondas para una masa de un kilo, mínimo, y terminó de programar el rastreador.
Ella hizo un gesto con la cabeza; se retiró de la diminuta sala de navegación y control. La obsoleta nave correo había sido rescatada de la órbita basura y dotada rápidamente para convertirla en un transporte de personal para oficiales de rango medio (los jefazos con prisa tenían el monopolio de las naves nuevas), pero, como el propio Ferrell, se había graduado demasiado tarde para participar. Así que ambos se habían dedicado juntos a los aburridos deberes que él consideraba similares a la colocación de sanitarios, o cosas peores.
Contempló un último momento la reliquia de la batalla en la pantalla de proa, su andamiaje sobresaliendo como si fueran huesos a través de la piel, y sacudió la cabeza por semejante desperdicio. Luego, con un pequeño suspiro de placer, conectó su casco a los círculos plateados de sus sienes y su frente, cerró los ojos y tomó el control de la nave.
El espacio pareció extenderse a su alrededor, animado como el mar. Él era la nave, un pez, un tritón; sin respiración, sin límites, sin dolor. Conectó los motores como si una llama brotara de sus dedos, y empezó la lenta rotación en espiral de la pauta de búsqueda.
¿Tecnomed Boni? —Pulsó el intercomunicador de su cabina—. Creo que tengo algo para usted.
Ella se frotó la cara para espantar el sueño.
¿Ya? Qué hora… oh. Debía estar más cansada de lo que creía. Ahora mismo voy, oficial piloto.
Ferrell se desperezó y comenzó una serie automática de ejercicios en su asiento. Había sido una guardia larga y aburrida. Debería tener hambre, pero lo que contemplaba ahora a través de los visores le había quitado el apetito.
Boni apareció al momento y se sentó a su lado.
Oh, muy bien, oficial piloto. —Descolgó los controles del rayo tractor exterior y flexionó los dedos antes de asirlos con delicadeza.
Sí, no había mucha duda en eso —reconoció él, echándose hacia atrás y viéndola trabajar—. ¿Por qué tanto cuidado con los tractores? —preguntó con curiosidad, advirtiendo el bajo nivel de energía que estaba utilizando.
Bueno, ahora mismo están congelados, ya sabe —contestó ella, sin apartar los ojos de los indicadores—. Son quebradizos. Si no se va con cuidado, pueden romperse. Detengamos esa rotación, primero —añadió, casi para sí misma—. Un giro lento está mejor. Eso parece. Pero si giran rápido, a veces… debe ser muy incómodo para ellos, ¿no cree?
Él desvió su atención de la pantalla y se la quedó mirando.
¡Pero si están muertos, señora!
Ella sonrió lentamente mientras el cadáver, hinchado por la descompresión, los miembros retorcidos como congelados en un gesto de convulsión, era atraído lentamente hacia la bodega de carga.
Bueno, no es culpa suya, ¿no? Uno de nuestros camaradas, lo veo por el uniforme.
¡Puaf! —repitió él, y luego dejó escapar una risa nerviosa—. Actúa usted como si le gustara.
¿Gustarme? No… Pero llevo ya nueve años en Recuperación e Identificación de Personal. No me importa. Y, naturalmente, trabajar en el vacío es siempre un poco más agradable que el trabajo planetario.
¿Más agradable? ¿Con esa maldita y horrible descompresión?
Sí, pero hay que considerar también los efectos de la temperatura. No hay descomposición.
Él tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
Ya veo. Supongo que uno se vuelve… duro, con el tiempo. ¿Es cierto que los llaman ustedes témpanos?
Algunos sí —admitió ella—. Yo no.
Ella maniobró el cuerpo cuidadosamente a través de las puertas de la bodega de carga y las cerró.
Temperatura dispuesta para descongelación lenta. Lo podremos manejar dentro de unas pocas horas —murmuró.
¿Cómo los llama usted? —preguntó él mientras ella se levantaba.
Personas.
Ella recompensó su asombro con una sonrisita, como un saludo, y se retiró al mortuorio temporal situado junto a la bodega de carga.
En su siguiente descanso, él bajó en persona, atraído por una curiosidad morbosa. Asomó la nariz en la puerta. Ella estaba sentada ante su escritorio. La mesa del centro de la habitación todavía no estaba ocupada.
Uh… hola.
Ella lo miró y sonrió rápidamente.
Hola, oficial piloto. Pase.
Uh, gracias. Sabe, no tiene por qué ser tan formal. Llámeme Falco, si quiere —dijo él mientras entraba.
Desde luego, sí así lo quieres. Yo me llamo Tersa.
¿Ah, sí? Tengo una prima llamada Tersa.
Es un nombre popular. En el colegio siempre había al menos tres en mi clase. —Se levantó y comprobó el medidor situado junto a la puerta de la bodega de carga—. Ya debe faltar poco para que cuidemos de él. Está a punto de ser arrastrado hasta la orilla, como si dijéramos.
Ferrell olisqueó, y se aclaró la garganta, preguntándose si debía quedarse o marcharse.
Una pesca algo grotesca.
Mejor marcharme, creo.
Ella tomó la correa de control de la plataforma flotante y se la llevó a la bodega de carga. Hubo unos cuantos sonidos de golpes, y regresó con la plataforma flotando tras ella. El cadáver con el uniforme azul oscuro era de un oficial de cubierta, cubierto de escarcha que se fundía y goteaba en el suelo mientras la tecnomed lo colocaba sobre la camilla de reconocimiento. Ferrell se estremeció de repulsión.
Decididamente, mejor me marcho. Pero se quedó, apoyado contra el marco de la puerta a distancia segura.
Ella tomó un instrumento conectado a los ordenadores. Tenía el tamaño de un lápiz, y emitió un fino rayo de luz azul cuando lo alineó con los ojos del cadáver.
Identificación retinal —explicó Tersa. Sacó un objeto parecido a una almohadilla, también conectado, y lo colocó bajo cada una de las manos de la monstruosidad.
Y de las huellas —continuó—. Siempre hago ambas cosas, y las cotejo. Los ojos se pueden distorsionar mucho. Los errores de identificación pueden ser brutales para las familias. Mm. Mm. —Comprobó su pantalla indicadora—. Teniente Marco Deleo. Veintinueve años. Bien, teniente, veamos qué podemos hacer por ti.
Aplicó un instrumento a sus articulaciones, que se aflojaron, y empezó a quitarle la ropa.
¿Sueles hablar con… ellos? —preguntó Ferrell, nervioso.
Siempre. Es una cortesía. Algunas de las cosas que tengo que hacer por ellos son bastante indignas, pero se pueden hacer con cortesía.
Ferrell sacudió la cabeza.
Creo que es obsceno.
¿Obsceno?
Todo esto de manipular cadáveres. Tantos problemas y gastos para recuperarlos. Quiero decir, ¿qué les importa a ellos? Cincuenta o cien kilos de carne podrida. Sería más limpio dejarlos en el espacio.
Ella se encogió de hombros, sin distraerse de su tarea. Dobló las ropas e hizo inventario del contenido de los bolsillos, que fue colocando en fila.
Me gusta revisar los bolsillos —comentó—. Me recuerda cuando era una niña pequeña y visitaba una casa extraña. Cuando subía sola al piso de arriba, para ir al cuarto de baño o algo así, siempre me gustaba asomarme a las otras habitaciones, y ver qué tipo de cosas tenían, y cómo las conservaban. Si estaban muy ordenadas, siempre me impresionaba: nunca he podido ordenar mis cosas. Si era un desorden, consideraba que había encontrado un alma gemela. Las cosas de una persona pueden ser una especie de morfología exterior de su mente: como la concha de un caracol, o algo así. Me gusta imaginar qué clase de personas eran, por lo que tienen en los bolsillos. Ordenadas, o desordenadas. Obediente a las reglas, o llenos de cosas personales… Pongamos por ejemplo al teniente Deleo, aquí presente. Debió ser muy ordenado. Todo según las reglas, excepto este pequeño disco vid de casa. De su esposa, imagino. Creo que debió ser una persona muy agradable.
Colocó la colección de objetos cuidadosamente en una bolsa etiquetada.
¿No vas a escucharlo? —preguntó Ferrell.
Oh, no. Eso sería entrometerme.
Él soltó una carcajada.
No veo la diferencia…
Ah. —Ella completó el reconocimiento médico, preparó la bolsa de plástico, y empezó a lavar el cadáver. Cuando llegó a la zona genital cuya limpieza era necesaria por la relajación de los esfínteres, Ferrell huyó por fin.
Esa mujer está loca, pensó. Me pregunto cuál será la causa de que haya elegido ese trabajo, o el efecto.
Pasó otro día entero antes de que pescaran un nuevo pez. Ferrell tuvo un sueño, durante su ciclo de descanso, donde estaba en un barco en el mar, e izaba redes llenas de cadáveres que vertía, mojados y brillantes como si tuvieran escamas iridiscentes, en una gran pila en la bodega. Despertó sudando, pero con los pies fríos. Regresó con profundo alivio a su puesto, y se deslizó en la piel de su nave. La nave era limpia, mecánica y pura, inmortal como un dios; uno podía olvidar que alguna vez había poseído esfínteres.
Qué extraña trayectoria —observó, mientras la tecnomed ocupaba de nuevo su puesto en los controles de tracción.
Sí… Oh, ya veo. Es barrayarés. Está muy lejos de casa.
Oh, vaya. Tirémoslo.
Oh, no. Tenemos archivos de identificación de todos sus desaparecidos. Parte del tratado de paz, ya sabe, junto con el intercambio de prisioneros.
Considerando lo que hicieron a nuestras prisioneras, creo que no les debemos nada.
Ella se encogió de hombros.
El oficial de Barrayar había sido un hombre alto, ancho de hombros, comandante según indicaban los galones de su cuello. La tecnomed lo trató con el mismo cuidado que había dedicado al teniente Deleo, y más. Se tomó considerables molestias para ponerlo a punto y convertir con un masaje de las yemas de sus dedos el rostro abotargado en algo parecido a la humanidad. Ferrell la observó con asco creciente.
Ojalá sus labios no se replegaran tanto —observó ella, mientras continuaba con su tarea—. Le dan una mueca que no me parece correcta. Creo que debió ser bastante guapo.
Uno de los objetos de sus bolsillos era un pequeño relicario. Contenía una diminuta burbuja de cristal llena de un líquido claro. El interior de su cubierta de oro estaba grabado con los elaborados signos del alfabeto barrayarés.
¿Qué es eso? —preguntó Ferrell con curiosidad.
Ella lo alzó a la luz, pensativa.
Una especie de relicario, o un recordatorio. He aprendido un montón de cosas sobre los barrayareses estos últimos meses. Nueve de cada diez de ellos llevan amuletos de buena suerte o medallones o algo por el estilo. Los oficiales de alto rango son iguales que los reclutas.
Tonta superstición.
No estoy segura de que sea superstición o sólo costumbre. Una vez tratamos a un prisionero herido… Dijo que era sólo una costumbre, que la gente se los daba a los soldados como regalo, pero que nadie cree realmente en ellos. Pero cuando se lo quitamos, cuando lo estábamos desnudando para operarlo, trató de luchar con nosotros para conseguirlo. Tuvimos que sujetarlo entre tres para administrarle la anestesia. Me pareció algo especialmente notable para tratarse de un hombre al que le habían volado las piernas. Lloró… Naturalmente, se hallaba en estado de conmoción.
Ferrell contempló el relicario que colgaba del extremo de su cadenita, intrigado a su pesar. Colgaba con otra pieza más, un rizo de pelo dentro de un pendiente de plástico.
Una especie de agua bendita, ¿no? —inquirió.
Casi. Es un diseño muy corriente. Se llama «relicario de las lágrimas de la madre». Vamos a ver si podemos… Parece que hace tiempo que lo tenía. Por la inscripción, creo que dice «alférez», y la fecha… debieron dárselo cuando se graduó.
No son de verdad las lágrimas de su madre, ¿no?
Oh, sí. Eso es lo que se supone que hace que funcione como protección.
No parece muy efectivo.
No, bueno… No.
Ferrell hizo una mueca irónica.
Odio a esos tipos… pero supongo que lo lamento por su madre.
Boni retiró la cadena y su pendiente, alzando el rizo en el plástico a la luz y leyendo su inscripción.
No, para nada. Es una mujer afortunada.
¿Cómo es eso?
Este rizo indica que está muerta. Murió hace tres años, por eso está aquí el rizo.
¿También se supone que da buena suerte?
No, no necesariamente. Es sólo un recuerdo, por lo que sé. Bastante agradable, por cierto. El amuleto más desagradable que he visto jamás, y el más único, era una bolsita de cuero que colgaba del cuello de un tipo. Estaba lleno de tierra y hojas, y otra cosa que me pareció el esqueleto de un animal parecido a un sapo, de unos diez centímetros de largo. Pero cuando lo miré con más atención, resultó ser el esqueleto de un feto humano. Muy extraño. Supongo que era algo relacionado con la magia negra. Parecía algo extraño para tratarse de un oficial ingeniero.
No parece que ninguno de ellos funcione, ¿no?
Ella sonrió amargamente.
Bueno, si hubiera alguno que funcionara, no los veríamos, ¿no?
Continuó con su trabajo, lavando la ropa del barrayarés y vistiéndolo de nuevo con cuidado, antes de meterlo en la bolsa y devolverlo al congelador.
Esos barrayareses están tan picados con el Ejército —explicó—, que me gusta guardarlos con sus uniformes. Significan mucho para ellos. Estoy seguro de que están más cómodos con ellos.
Ferrell frunció el ceño, incómodo.
Sigo pensando que deberíamos tirarlo con el resto de la basura.
De ningún modo —dijo la tecnomed—. Piensa en todo el trabajo que significa a cargo de alguien. Nueve meses de embarazo, el parto, dos años de pañales, y eso es sólo el principio. Decenas de miles de comidas, miles de historias para dormir, años de colegio. Docenas de maestros. Y toda esa formación militar también. Un montón de gente trabajó para crearlo.
Alisó un rizo de pelo del cadáver y lo puso en su sitio.
Esa cabeza contuvo el universo, una vez. Tenía un buen rango para su edad —añadió, comprobando de nuevo su monitor—. Treinta y dos años. Comandante Aristede Vorkalloner. Tiene una especie de sonoridad étnica. Un nombre muy barrayarés. Vor, además, uno de esos tipos perteneciente a la casta de los guerreros.
Chalados de clase homicida. O peor —dijo Ferrell automáticamente. Pero su vehemencia, de algún modo, había perdido impulso.
Boni se encogió de hombros.
Bueno, ahora se ha unido a la gran democracia. Y tenía unos bolsillos interesantes.
Pasaron tres días más sin otra nueva alarma que una rara dispersión de residuos mecánicos. Ferrell empezó a esperar que el barrayarés fuera la última captura que tuvieran que hacer. Se acercaban al final de su perímetro de búsqueda. Además, pensó resentido, este trabajo estaba saboteando la eficacia de su ciclo de sueño. Pero la tecnomed hizo una petición.
Si no te importa, Falco —dijo—, agradecería si pudiéramos continuar unas cuantas órbitas más. Las órdenes originales se basan en la estimación media de la velocidad de la trayectoria, y si alguien recibió un poco de impulso extra cuando la nave se partió, bien podría estar más allá.
Ferrell no se mostró demasiado entusiasmado, pero la perspectiva de un día más de pilotaje tenía sus atractivos, y accedió a regañadientes. El razonamiento de ella dio sus frutos: antes de que hubiera terminado el día, encontraron otra horrible reliquia.
Oh —murmuró Ferrell cuando se acercaron a mirar. Era una oficial femenina. Boni la recuperó con enorme ternura. Él no quiso ir a mirar esta vez, pero la tecnomed parecía esperar que lo acompañara.
Yo… la verdad es que no quiero ver a una mujer reventada —trató de excusarse.
Mm —dijo Tersa—. ¿Es justo entonces rechazar a una persona sólo porque está muerta? No te habría importado nada ver su cuerpo cuando estaba viva.
Él se rió un poco, macabramente.
¿Igualdad de derechos para los muertos?
La sonrisa de ella se torció.
¿Por qué no? Algunos de mis mejores amigos son cadáveres.
Él hizo una mueca.
Ella se puso seria.
Me… me gustaría tener compañía, con ésta. —Ocupó su puesto de costumbre junto a la puerta.
La tecnomed depositó la cosa que había sido una mujer sobre la mesa, la desnudó, la examinó, la lavó y la preparó. Cuando terminó, besó los labios muertos.
Oh, Dios —exclamó Ferrell, horrorizado y asqueado—. ¡Estás loca! ¡Eres una maldita, maldita necrófila! ¡Y una necrófila lesbiana, además!
Se dio la vuelta para marcharse.
¿Es eso lo que te parece? —La voz de ella era suave, sin expresar ofensa alguna. Eso hizo que él se detuviera y mirara por encima del hombro. Ella lo miraba tan amablemente como si fuera uno de sus preciosos cadáveres—. En qué mundo tan extraño debes de vivir, dentro de tu cabeza.
Abrió un maletín y sacó un vestido, delicada ropa interior y un par de zapatillas blancas bordadas. Un vestido de novia, advirtió Ferrell. Esta mujer es una psicópata de primera…
Vistió el cadáver y arregló con delicadeza su suave pelo oscuro antes de guardarlo en la bolsa.
Creo que la colocaré con ese guapo barrayarés —dijo—. Me parece que se habrían gustado, si se hubieran podido conocer en otro tiempo y lugar. Después de todo, el teniente Deleo estaba casado.
Completó los datos de la etiqueta identificativa. La agotada mente de Ferrell le enviaba pequeños mensajes subliminales; se esforzó por superar la conmoción y el asombro, y prestó atención. Su conciencia se despejó con un sobresalto.
No ha hecho una comprobación de identificación con ésta.
Sal por la puerta, se dijo, es lo que tienes que hacer. En cambio, tímidamente, se acercó al cadáver y comprobó la etiqueta.
Alférez Sylva Boni, decía. Veinte años. La misma edad que él…
Estaba temblando, como si tuviera frío. Hacía frío en aquella sala. Tersa Boni terminó de preparar el paquete, y volvió con la plataforma flotante.
¿Tu hija? —preguntó. Fue todo lo que pudo decir.
Ella frunció los labios y asintió.
Es… una maldita coincidencia.
En absoluto. Solicité este sector.
Oh. —Él tragó saliva, se dio la vuelta, volvió, el rostro enrojecido—. Siento haber dicho…
Ella sonrió con tristeza.
No importa.
Encontraron un poco más de residuos mecánicos, así que accedieron a trazar otro círculo, para asegurarse de que todas las trayectorias quedaban cubiertas. Y, sí, encontraron otro cadáver: desagradable, girando salvajemente, las tripas abiertas por un gran golpe y colgando en una cascada congelada.
La acólita de la muerte hizo su sucio trabajo sin arrugar siquiera la nariz. Cuando empezó a lavarlo, la menos técnica de las tareas, Ferrell dijo de repente:
¿Puedo ayudarte?
Desde luego —respondió la tecnomed, haciéndose a un lado—. Un honor no disminuye por compartirlo.
Y eso hizo, con la timidez de un aprendiz de santo que lava a su primer leproso.
No tengas miedo —dijo ella—. Los muertos no pueden hacerte daño. No te causan dolor, excepto el de ver tu propia muerte en sus rostros. Y he descubierto que podemos enfrentarnos a eso.

Sí, pensó él, los buenos se enfrentan al dolor. Pero los grandes… los grandes lo abrazan.